Para él, que domaba olas en los siete mares era chiste.
Justo ese día apareció después de larga ausencia y nos contó de su silencio de meses mientras abandonábamos el edificio por la escalera.
Carlitos era electricista de a bordo y en cada vuelta al hogar trabajaba en oficinas haciendo mantenimiento.
Esta vez volvía de una de sus experiencias inolvidables:
Creyeron enloquecer después del primer mes; durante el segundo, después de reiterados episodios de riñas e intentos de suicidio, el capitán elaboró una estrategia de supervivencia, mientras asediaban los cañonazos en el continente: saldrían de picnic.
Abandonarían camarotes y salas de reunión y alternarían "un día de campo" en la proa y al siguiente en la popa.
El puerto nos recibió con salvas de cañonazos y parada militar en el mismo muelle.
Semejante acogida solo podía tratarse de un error, pero eran tan fieras las miradas de los soldados, tan intimidantes sus armas, tan salvaje la expresión del militar a cargo; que no estábamos dispuestos a desmentir nuestra importancia.
De un pesquero pequeño, con capataz y marinería de baja calificación y mal paga, ¿Qué idea se habrían hecho de nosotros?
Así, nos vestimos con nuestra mejor ropa, el capitán desempolvó una bandera de ceremonia que temíamos se desflecara antes de ascender.
Formamos como recordamos de una vez que asistimos a un entierro, y colgamos guirnaldas de un carnaval que nos sorprendió en Madagascar.
Fregamos cuanto pudimos y hasta rebuscamos una vajilla en la bodega por si debíamos servir el té a un dignatario.
Nos quedamos en posición de firmes y saludando a su bandera.
El capitán ordenó descanso en el transcurso de una interminable ceremonia con discursos en una lengua que no entendíamos.
Después de varias horas nos coronaron con flores e hicieron un pasillo hasta la plaza mayor donde nos esperaba un pelotón de fusilamiento.
Y nuestra bodega, vaciada por hombres que subían la planchada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario