domingo, 8 de marzo de 2009

Mi invitado del domingo. Hoy: VICTOR ARREGUINE

SUGESTIÓN.
 
Era un hombre temido, no por sus enormes, negras y revueltas barbas; no por sus chicos, hondos y malignos ojos, ni siquiera por su catadura de desalmado. Lo conocían y sabían que el valor no formaba la nota saliente de don Santos; pero cuando, en su carácter de comisario de policía, se presentaba en el lugar de un homicidio, revolviendo en las órbitas sus  ojos, y pegaba el grito: ¡Naides se mueva! los gauchos sentían un escalofrío en todo su cuerpo.
Y era que por sus imaginaciones pasaba la visión de la Autoridad, de que don Santos era un símbolo. De aquella Autoridad de entonces que fusilaba  a los homicidas en el paraje del crimen, haciendo  cavar  la fosa, y clavetear el ataúd de cuatro tablas de pino, al lado del banquillo, en los momentos que precedían a la ejecución, y a veces a vista y oídos del reo.
Por eso, aquel día, cuando al término de la gran «carrera nacional», Juan el Vasquito tendió de una puñalada al negro Upes, ebrio consuetudinario cuyo goce mayor era zaherir al forastero, los jinetes y los hombres «de a pie», "volaron". en todas direcciones, quedó limpia la cancha, la pulpería sola.
Y el dorado sol de aquel domingo, que doraba los trigales, no volvió a iluminar en toda la tarde un rostro humano. Estaba ocultándose el gran astro, tras la línea de los montes verdinegros, frontera al lejano río, en el instante en que atraído por algún vago rumor, «cayó», como decían los lugareños, el famoso don Santos al lugar del homicidio y con su voz más fuerte y enteramente de circunstancias, dio, aunque no había nadie, el consagrado grito: ¡Naides se mueva!
Y como los álamos parecieron acatarlo, dejando de rumorear en sus altas copas, echó pie a tierra, ordenó a sus dos acompañantes—dos policianos indios—hicieran otro tanto, y con la gravedad de la conciencia pública avanzó, penetró en el negocio, donde los blancos frascos de ginebra—no todos llenos—reposaban, y tras un interrogatorio autoritario al dueño del establecimiento, esperó un rato á que llegaran los curiosos, que, en efecto, dándose cuenta de la presencia de la autoridad y creyendo con esa circunstancia alejada toda sospecha, fueron "cayendo" de uno en uno, simulando el más cabal desconocimiento de cuanto horas antes presenciaran.
Don Santos, profundo psicólogo A su manera, y lo que vale más psicólogo experimental en medio de la vida, esperó todavía algunos minutos, hasta que se hubieron juntado alrededor de treinta paisanos y el comentario dió suelta a las conjeturas.
Entonces se dirigió hacia el muerto, situado unos pasos más allá, junto a unas cicutas que la sangre había salpicado. El negro, muy grande, endurecido por la rigidez cadavérica, parecía dormir con un brazo extendido. Solo la sangre que las moscas y el sol habían como enmohecido, podía indicar á los recién llegado que aquel negro estaba algo más que dormido.
Don Santos dió al muerto con el pié; y dirigiéndose  á los suyos impartió la orden que  todos esperaban: iA ver! Denló guelta, con la cara pa` bajo.
-- Y una vez la operación realizada, muy gravemente, con tono profético, agregó la barbuda autoridad:
—Aura si que anqué sea mas matrero que el diablo tendrá que cair el matador. Y no pasarán  veinticuatro horas. Lo dice Santos Torres, ¡canejo!
No era la una de la mañana cuando se presentaba al sargento, dejado de ex profeso por don Santos junto a la pulpería, Juan el Vasquito, pidiendo al milico lo condujera preso.
¿Y  porqué, pues amigo?
Lléveme ande el comisario. A uste ño Pintos ,no le voy á decir  ni así .
El resto de la noche aquellos dos hombres trotaron por campos desiertos, rumbo á la comisaría , a la que llegaron con las primeras luces. Don Santos  tomaba  mate á  la puerta.
Respondió A los buenos días de los dos hombres  con un «se los dé Dios".. Y encarándose al  Vasquito.
—Vos ,le dijo, juiste  el que matastes al negro ¿verdá?
—Verdá. . - contestó el otro.
—1Y por qué no juístes?
-Mire, ño Santos:- Yo sabia que era al ñudo. Si juera por la polecia no más, á estas hora andaría por  ande el diablo perdió el poncho. Pero con los dijuntos, señor comisario, no se puede. El finao no m'iba a dejar juir.
          (1900)

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