miércoles, 4 de noviembre de 2009

Historias. Y Otra.

A fines de los años sesenta Celina se sentaba a tomar un submarino con vainillas y lo único que se oía en la siesta con pocos parroquianos era el resoplido de caldera de la máquina de café. No limpiaba el salón como en otros tiempos.

— ¿Ya puedo irme mamá?

—No te olvides de pasar por lo de Juan Carlos y traerme los zapatos.

—Me queda a trasmano.

—Haseme el favor. Ya los tiene listos, con dos días en la horma me dijo que sería suficiente.

La chica tenía los mismos ojos  de Celina. El mismo pelo crespo que le traía tantos sinsabores al no poder peinarse a la moda sin largas sesiones de peluquería.

—Te olvidaste de limpiar el espejo, como siempre.

—Me cansa, mamá. Hacelo vos, yo a cambio te paso a buscar los zapatos.

Y Celina veía partir a la chica. Luego, pesadamente se subía a la silla  y frotaba el espejo. Las lámparas de los esquineros acumulaban polvo de mucho tiempo. No llegaba sin la escalera. Otro día…

La chica era bonita, entró y saludó.

 Hola, Juan…

No era hija de Fábegas. Cuando el dramaturgo se casó con Celina sabía de la existencia de esta niña de seis años, el hecho no lo conmovió, según Tito Mirándola estos tipos están habituados al desorden por la vida disipada que llevan, entonces resulta que no son unos desprejuiciados morales, no, sino que ya han perdido todo contacto con la realidad y los pobres no se dan ni cuenta de la seriedad de algunas cuestiones. Conclusión, no proceden como un individuo responsable, ni se les pasa por la cabeza que la vida deja de ser pura jarana y se conjuga en términos como obligaciones, decisiones maduradas en el pensamiento.

Tito para mediados de los 50 había dejado de ser el grandulón a quién el padre le tiraba un jarro de agua en la cabeza para que se despertara, a ser el marido de una bioquímica hija del farmacéutico del barrio, con un pibe  y otro en camino. Pasó a dirigir a los empleados de la droguería pero se notaba que extrañaba el reparto de hielo que hacía con el Goyo. Goyo permaneció soltero y para entonces aventajaba largamente a Tito en el conocimiento de los nuevos planteles de la primera división.

En abril de 1950 Celina se casó, y el personaje de la fiesta, mas allá de que se marchó temprano- no mas de las 10- fue la madre superiora del Convento de la Natividad, de los altos de la chacarita, que se trajo a una corte de damas de honor, pupilas del colegio de niñas. La madre le trajo el saludo de todas las hermanas y las dos lloraron. La monja estaba feliz como si se le hubiera casado una hija, y a toda vista lo era.

La monja se le aparecía todos los sábados por la casa de alquiler de la calle Espronceda con ajuares para la nena y vestiditos para los primeros cumpleaños, los momentos mas felices de esta Celina que sufría por entonces para el mundo el estigma de las descarriadas.

 

El providencial Fábegas, conocía el mundillo editorial y musical y se ganó el afecto de Celina de entrada nomás.

 Que mejor lugar para ella que los pretendidos brillos del escenario donde se podía soñar y respirar el oxigeno de la libertad que el dramaturgo describía para su encanto.

La monja observó la nueva situación con desconfianza hasta que las promesas de equilibrio de Celina y el pedido de mano del dramaturgo la convencieron de que la cosa iba en serio y no debía oponerse.

 

El sainete con que debutó Celina y que supo difundir el Chueco como su fiel espectador de varias funciones duró dos meses y concluyó en buenos términos entre el elenco y las autoridades del teatro, pero la segunda producción del dúo ahora convertido en matrimonio fue un desastre aún antes de subir a escena.

Fábegas fue a vivir con madre e hija a la calle Espronceda y las costumbres bohemias del hombre no cambiaron. Para peor dormía hasta las 12 y después se aparecía por "La Porfiada" con la nena buscando almorzar algo. Claro, que para mayor desgracia no siempre era así. Había otras veces que dejaba a la chica con una anciana viuda que vivía sola en el fondo, le tiraba unos pesos para que le preparara algún almuerzo y el partía con rumbo desconocido hasta la noche.

Mas de una vez Celina compartió estas cuitas con el comisario Simoni quien le pidió por favor que le dejara tener un mano a mano con Fábegas para ver de encaminar el asunto. La obra, "a los tumbos" como me supo decir hace unos días una señora de mi amistad, llegó a ponerse en escena y de nuevo tuvo al Chueco como espectador fiel y evocador de escenas decisivas:

—Voy a prepararme. Tengo un compromiso importante. Es un trabajo…

—No te pedí explicaciones…

Cuando Celina andaba entre las mesas levantando pedidos o sirviendo, el Chueco cortaba abruptamente como sabiendo que desde la escena bajaba a la platea la historia cierta de lo que sucedía en la vida real y que terminaba en el círculo de luz al borde del escenario con el personaje masculino cantando:

 "Con ansias me diste la miel de tu encanto

 y así nos amamos con honda pasión.

 Pasaron los años lo mismo que un sueño

 dichoso a tu lado con tanta emoción…".

Pero vamos despacio, no es cuestión de cansar al lector. Me queda para prontito la historia que contó Simoni en el casamiento de Celina y más.

Pero antes…

La adolescente hija de Celina, aquella tarde de los años sesenta, entró a la zapatería saludando.

 —Hola Juan…

—Hola, ( le respondí).