domingo, 27 de diciembre de 2009

Un Cuento De Navidad

Fue un 24 de diciembre.

 Siempre me gustó viajar para esta fecha. Será que cuando tenía 12 años recibí una invitación inesperada.

Mi familia es de confiteros por dos generaciones y mis padres, mis tíos y mis primos tenemos estas fechas junto con pascuas como las del olvido de nuestras cosas y la mente puesta solo en atender la producción y los pedidos.

El olor de la fruta abrillantada y sobre todo el perfume del agua de azahar son característicos de esta semana del año, más el mate prolongado hasta las dos de la tarde con la última hornada del panettone.

 Ese día tan especial de hace 30 años mi tío, el que trabajaba con el torso desnudo pegado al horno y lanzaba una fina lluvia de agua haciendo fuelle con la boca sobre los panes hirvientes que lanzaba la pala sobre la mesa antes de volcarse en los canastos; este tío, digo, me invitó a que lo acompañara al pueblo de Rincón del Pino.

A 450 km partiendo de Retiro se encuentra este pueblo de campo afuera y la misión a cumplir era difícil. Llevaríamos una torta de casamiento de tres pisos y veinte kilos de peso. El cliente era un señor de apellido Rossignore, que traía todos los años sus toros a la exposición de Palermo; se casaba una hija y estaba empecinado en que nuestro negocio proveyera del comestible más emblemático de la reunión con todos sus aditamentos de cintas, parejita nupcial, torres con tules.    

Rossignore cuando paraba en la ciudad lo hacía en una residencia de la calle Alvarez Thomas donde daba banquetes a sus amigos y clientes. Nuestra casa era su proveedor exclusivo.

 Los  Rossignore y mi familia se conocían desde la época en que el hombre era solo un martillero público que bajaba a la ciudad y nos compraba medialunas de grasa cuando se instalaba en un hotel de pasajeros a algunas cuadras del negocio.

A Rossignore le conocimos la familia cuando acertó en el negocio ganadero y compró la residencia que desde entonces, para la quincena de la exposición ocupaba la familia en pleno.

Dos años antes de viajar yo con mi tío y el especial encargo, la hija mayor, Patricia, falleció inesperadamente justo cuando estaba por contraer matrimonio. Era la hija preferida en la que los padres habían depositado todas sus esperanzas. Concertista aventajada de piano con presentaciones en algunos teatros importantes de Sudamérica y una carrera muy promisoria, su casamiento con un médico joven pero ya de renombre y de respetada familia fue preparada en la estancia de Rincón del Pino con un año de anticipación.

Fueron contratados los afamados hermanos Desault que dirigían la cocina del Palace Florida para elegir la carta y supervisar la confección de las viandas, además de seleccionar personal para todas las faenas. Se construyeron en tiempo record alojamientos de lujo para la multitud de relaciones que superaban de lejos la capacidad de la estancia y brindarían entonces holgadamente un pasar de reyes durante los dos días que durarían los festejos. El acontecimiento se reflejó desde varios meses antes en distintos periódicos y otros medios que llevaron la futura unión de estos jóvenes modelo a un nivel de expectativa notable.

El día en que Patricia marchaba desde el casco de la estancia hasta los salones donde la esperaban sus modistas para las pruebas finales atravesando la geometría del jardín, el corazón le dio un respingo. Se sobresaltó. Dos ayudantes que vieron su rostro sorprendentemente lívido, la tomaron de los brazos sin saber que hacer.

Un estertor y sobre el borde de un rosal vencida por el infarto puso rodillas en tierra.

Desde entonces Rossignore no tenía consuelo y exacerbó el cuidado de la hija menor que le quedaba.

Cuando Tina, que así le decían a la menor fijó fecha de casamiento dos años después del deceso de Patricia, Rossignore,  por consejo de una curandera que empezó a frecuentar cuando venía a Buenos Aires, tomó recaudos para alejar el sino desgraciado que arrastraba la familia y que la curandera le señaló como inicio un tiempo antes del fallecimiento de Patricia por algunas medidas que tomó sin medir las consecuencias.

Meses antes de la boda mandó tirar abajo una tapera que se veía desde el ala norte de los aposentos construidos  para invitados y que según todos daba mal aspecto a la vista perturbando con una nota desagradable la visión del campo sin límite.

La tapera para entonces ya se estaba hundiendo como si bajo sus cimientos residiera un pantano. Rossignore estaba demasiado ocupado como para recordar que el anterior propietario de la estancia le recomendó dejar intocada la antigua construcción. Las palabras del hombre  fueron: "Sola va a desaparecer. Recuerde que alguna madrugada usted mirará para ese lado y ella ya no estará. Así que déjela así nomás. Que se vaya hundiendo sola.". Le pareció la opinión de un chiflado pero así quedaron las cosas.

 Cuando decidió forzar el derrumbe de la tapera no reparó en aquellos dichos.

La curandera le recomendó engañar a la desgracia. El 24 de diciembre era ideal para celebrar el matrimonio de la joven Tina. El nacimiento del niño Dios acaparaba la atención de todos los espíritus errantes de la tierra que clamaban por ascender al cielo, y los angélicos con sus coros llenaban de alabanzas al mundo por todos los rincones hasta de la estrella mas lejana.

Nada debía diferir del plan.

Los invitados no anunciaban su llegada y se alojaban en pueblos aledaños.

La novia se encontraba con su vestido en una residencia cercana a la capilla algunos minutos antes.

El menú partía desde un pueblo cercano para llegar sobre la hora.

La bebida se enfriaba en lo de un vecino.

Y la torta de tres pisos partía como en una misión secreta la mañana del 24 de diciembre desde Retiro para llegar a los postres.

Mi abuelo personalmente compuso un fondant especialmente reforzado para soportar el callado viaje.

Valía la pena cumplir eficientemente con mas que un cliente, un amigo de la casa.

En el camino nos invadían los humos de los asados de la nochebuena que entraban por la ventanilla.

Un borracho del salón comedor se reía de mi tío diciéndole al guarda que todos los pasajeros podían pasar al pullman por un pedazo de torta.

Yo me enamoré perdidamente de una chica de 18 que cuando me preguntó donde pasaríamos la noche buena le dije que en una fiesta de casamiento. Le parecí divertido y ocurrente, nada parecido al novio, que mataba el tiempo jugando a las cartas en otro vagón.

Cuando llegamos a esa estación perdida de la pampa croaban las ranas, los grillos y las luciérnagas ensayaban un concierto.

Mi tío escupió de costado y acomodó la torta encima de una zorra en desuso.

Nos quedamos en cuclillas en esa negrura atravesada de vez en cuando por alguna cañita voladora lejana hasta que el farol de un coche que no habíamos advertido nos hizo señas de su presencia.            

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Sobre Vidrio

Llueve como si alguien desparramara la lluvia para observar que algo está mal, inconsolablemente mal y no acierta con las palabras. El niño quiere que quien golpea el vidrio sea más concreto, que deje ya los ramalazos y explique el porqué.

 Sus grandes ojos le darían esperanzas a un ciego. Sus labios estirados y nublosos por el aliento besan apretados a la ventanilla toda la extensión del pajonal que se mueve como un ejército en la sombra.

 Sus dedos estilizando las letras aprendidas en el grado, interrogan al desconocido mansamente desde la superficie espejada, sin intentar importunarlo,  candoroso como el otro de aquella historia que preguntaba al presidiario durante una visita ¿no te dejan usar cadenas?

 Exhalar y vuelta a reescribir.

Al final  entiende que quien sea tiene mucho que hacer, apurado, está decidido a terminar cuanto antes.

Se desliza por el asiento mientras los pies buscan el costado de la mujer; cuando la punta del zapato se mete entre dos costillas la mano de ella aleja la embestida del niño y ensaya una queja y una advertencia que se confunde con un trueno.

Entonces vuelve la cabeza a la escena del exterior.

Se distrajo. Apaciguar esa fuerza le costará mucho. Ya no es agua, es una lluvia de flechas y el pajonal por todos lados erguido o reptando.

En el parabrisas se ve el camino angosto, una luz que avanza dificultosa.

Con el pulgar dibuja una línea gruesa, al fondo una casa, una chimenea y un largo espiral de humo.

Unas ventanas enormes, un perro, un cielo nublado.

Lo borra, dibuja un auto, mamá, papá. Un perro.

Dibuja unas plantas y un sol enorme.

Lo borra. Por la luneta  ve que está amaneciendo. Entonces dibuja un amanecer.

Ya todo está calmo. Juega a hacer conejos con la boca.

Se duerme.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Historias. Y Otra.

A fines de los años sesenta Celina se sentaba a tomar un submarino con vainillas y lo único que se oía en la siesta con pocos parroquianos era el resoplido de caldera de la máquina de café. No limpiaba el salón como en otros tiempos.

— ¿Ya puedo irme mamá?

—No te olvides de pasar por lo de Juan Carlos y traerme los zapatos.

—Me queda a trasmano.

—Haseme el favor. Ya los tiene listos, con dos días en la horma me dijo que sería suficiente.

La chica tenía los mismos ojos  de Celina. El mismo pelo crespo que le traía tantos sinsabores al no poder peinarse a la moda sin largas sesiones de peluquería.

—Te olvidaste de limpiar el espejo, como siempre.

—Me cansa, mamá. Hacelo vos, yo a cambio te paso a buscar los zapatos.

Y Celina veía partir a la chica. Luego, pesadamente se subía a la silla  y frotaba el espejo. Las lámparas de los esquineros acumulaban polvo de mucho tiempo. No llegaba sin la escalera. Otro día…

La chica era bonita, entró y saludó.

 Hola, Juan…

No era hija de Fábegas. Cuando el dramaturgo se casó con Celina sabía de la existencia de esta niña de seis años, el hecho no lo conmovió, según Tito Mirándola estos tipos están habituados al desorden por la vida disipada que llevan, entonces resulta que no son unos desprejuiciados morales, no, sino que ya han perdido todo contacto con la realidad y los pobres no se dan ni cuenta de la seriedad de algunas cuestiones. Conclusión, no proceden como un individuo responsable, ni se les pasa por la cabeza que la vida deja de ser pura jarana y se conjuga en términos como obligaciones, decisiones maduradas en el pensamiento.

Tito para mediados de los 50 había dejado de ser el grandulón a quién el padre le tiraba un jarro de agua en la cabeza para que se despertara, a ser el marido de una bioquímica hija del farmacéutico del barrio, con un pibe  y otro en camino. Pasó a dirigir a los empleados de la droguería pero se notaba que extrañaba el reparto de hielo que hacía con el Goyo. Goyo permaneció soltero y para entonces aventajaba largamente a Tito en el conocimiento de los nuevos planteles de la primera división.

En abril de 1950 Celina se casó, y el personaje de la fiesta, mas allá de que se marchó temprano- no mas de las 10- fue la madre superiora del Convento de la Natividad, de los altos de la chacarita, que se trajo a una corte de damas de honor, pupilas del colegio de niñas. La madre le trajo el saludo de todas las hermanas y las dos lloraron. La monja estaba feliz como si se le hubiera casado una hija, y a toda vista lo era.

La monja se le aparecía todos los sábados por la casa de alquiler de la calle Espronceda con ajuares para la nena y vestiditos para los primeros cumpleaños, los momentos mas felices de esta Celina que sufría por entonces para el mundo el estigma de las descarriadas.

 

El providencial Fábegas, conocía el mundillo editorial y musical y se ganó el afecto de Celina de entrada nomás.

 Que mejor lugar para ella que los pretendidos brillos del escenario donde se podía soñar y respirar el oxigeno de la libertad que el dramaturgo describía para su encanto.

La monja observó la nueva situación con desconfianza hasta que las promesas de equilibrio de Celina y el pedido de mano del dramaturgo la convencieron de que la cosa iba en serio y no debía oponerse.

 

El sainete con que debutó Celina y que supo difundir el Chueco como su fiel espectador de varias funciones duró dos meses y concluyó en buenos términos entre el elenco y las autoridades del teatro, pero la segunda producción del dúo ahora convertido en matrimonio fue un desastre aún antes de subir a escena.

Fábegas fue a vivir con madre e hija a la calle Espronceda y las costumbres bohemias del hombre no cambiaron. Para peor dormía hasta las 12 y después se aparecía por "La Porfiada" con la nena buscando almorzar algo. Claro, que para mayor desgracia no siempre era así. Había otras veces que dejaba a la chica con una anciana viuda que vivía sola en el fondo, le tiraba unos pesos para que le preparara algún almuerzo y el partía con rumbo desconocido hasta la noche.

Mas de una vez Celina compartió estas cuitas con el comisario Simoni quien le pidió por favor que le dejara tener un mano a mano con Fábegas para ver de encaminar el asunto. La obra, "a los tumbos" como me supo decir hace unos días una señora de mi amistad, llegó a ponerse en escena y de nuevo tuvo al Chueco como espectador fiel y evocador de escenas decisivas:

—Voy a prepararme. Tengo un compromiso importante. Es un trabajo…

—No te pedí explicaciones…

Cuando Celina andaba entre las mesas levantando pedidos o sirviendo, el Chueco cortaba abruptamente como sabiendo que desde la escena bajaba a la platea la historia cierta de lo que sucedía en la vida real y que terminaba en el círculo de luz al borde del escenario con el personaje masculino cantando:

 "Con ansias me diste la miel de tu encanto

 y así nos amamos con honda pasión.

 Pasaron los años lo mismo que un sueño

 dichoso a tu lado con tanta emoción…".

Pero vamos despacio, no es cuestión de cansar al lector. Me queda para prontito la historia que contó Simoni en el casamiento de Celina y más.

Pero antes…

La adolescente hija de Celina, aquella tarde de los años sesenta, entró a la zapatería saludando.

 —Hola Juan…

—Hola, ( le respondí).

miércoles, 28 de octubre de 2009

Historias . Sigue.

¿Es suficiente con la  ley para alcanzar la justicia? Se preguntaba en caracteres góticos la edición mañanera del diario "Crítica" y el comisario Simoni ajustándose el cinto del pantalón de pana gruesa se agachaba por sobre el hombro del chueco achinando los ojos para leer mejor. Claro que no, claro que no, repetía mientras buscaba su rincón preferido debajo del ventilador mientras el chueco pasaba las hojas  hasta dar con la  de policiales. El titular de tapa  trataba acerca de lo difícil de dar con una herramienta apta para juzgar los inéditas consecuencias de la guerra que ponen  en jaque a la jurisprudencia. El chueco se puso a leer, fiel a su estilo, la "noticia" delirante de la mañana:

"El juez de Paz de la tercera sección impide al ciudadano Alcides Martínez Pirovano enterrar a su madre en los fondos de la casa según manifiesto deseo  de la extinta en el lecho de enferma. Ante el requerimiento periodístico el juez expresó pena por el deceso, pero también su firme decisión de cumplir con la disposición que obliga a que los muertos descansen en camposantos habilitados al efecto. Alcides M. Pirovano se niega a cumplir la norma y desde el lunes una custodia policial se encuentra apostada en el patio interno de la vivienda con la orden de detener al infractor apenas demuestre intenciones de cumplir con el recado de la fallecida. El domicilio  se ha convertido en centro de peregrinación de curiosos atraídos por el desacatado del barrio de Saavedra, como lo bautizó un conocido periodista…"

Era la hora de la siesta, en el salón para familias Celina se despatarraba ante una mesa y abría un cuaderno de tapa dura. Desde las dos de la tarde anduvo por el recinto separado del bar por una mampara de vidrio y madera con macetitas en las esquinas, pasando el estropajo con kerosene por el parquet y sacando lustre a los espejos. Afuera la tarde se ablandaba y el aire se veía como a través de una botella de anís, como dijo una vez en el café el dramaturgo Fábegas en una de sus visitas a Celina y provocó la risa general.

Fábegas era el autor de las notas que Celina estudiaba con diligencia varios días de la semana a la hora de la siesta cuando la clientela se espaciaba. Un día que llamaron al teléfono y Celina se demoró media hora charlando con la mujer de su patrón que tenía un hijo internado operado de amígdalas, el Chueco se aprendió de memoria los apuntes de Fábegas y los interpretaba para la mesa algunas mañanas logrando mediana expectativa.

Abrirse, cerrarse, volverse, bajar, subir, mezclarse, las áreas fuertes y débiles del escenario.

La discusión viva, choque o riña  se hacían generalmente en el área mas fuerte que era en el centro-abajo, (el centro de la zona más cercana al público y de perfil).

Hacer foco: La cabeza de los actores dirigen la atención del público hacia un actor o lugar determinado.

 Estas y muchas indicaciones más las ponía en práctica el Chueco usándonos de referentes y colmándonos la paciencia. Goyo y Tito Mirándola en una discusión encarnizada sobre un delantero de Los Andes en offside debieron aceptar que el chueco los acomodara mandando el peso del cuerpo a las plantas de los pies y no a los talones para no dar imagen floja, distraída. También le combatía la tendencia a Tito de cambiar el peso de un pie al otro para no dar una imagen de falta de aplomo. Más de una vez el comisario contando alguna anécdota  se vio interrumpido por el Chueco que a los gritos pedía al repartidor de la cerveza que terminara con las señas al chofer del camión que esperaba sobre la vereda porque distraía al público.

Fábegas convenció por aquellos días a Celina, que amaba el teatro, de participar en una especie de sainete de su autoría en una sala de Corrientes y Callao y para eso le brindaba algunas lecciones para entender al director cuando en los ensayos le pidiera un desplazamiento " a derecha y abajo" (a la izquierda del público y al borde del escenario) por ejemplo. Para lo demás Fábegas le reconocía a Celina una "enjundia" según sus dichos, que pocos actores tenían como don natural.

Después que fuimos todos al estreno de la obra en que Celina hacía de encargada de una pensión, el Chueco presenció casi todas las funciones que la obra duró en cartel, y que no se alargó más allá de los fines de semana de noviembre y diciembre, hasta la navidad de 1949.

Por supuesto el Chueco se aprendió algunas escenas que imitaba con gracia  y Celina se tapaba la cara de vergüenza creyendo en la justedad de la mimesis del Chueco: 

  ¡Cuando usted llegó, me pareció respetable, pero se acabó! ¡No lo aguanto mas, ni una noche más! Y no solo me molesta a mí, no, tiene a todos los pensionistas furiosos. La señora de al lado…

La señora de al lado no duerme porque le tiene miedo a los ladrones…como el marido está ausente…

¡Pero…Usted es un desfachatado, la gente no duerme por culpa suya!

¡¿Por culpa mía?!

¡Si, por culpa suya, se pone a cantar a las dos de la mañana y a los gritos!

No le permito señora, esto es música clásica y yo no grito…

¡Qué música, parece un estrangulamiento!

Es Pagliacci,, de Leoncavallo, es un aria…

¡Que arria ni arria,manga de orres, ustedes van a salir arriados de aquí! Manga de vagos despertando al barrio con el lión ese…

 

Cuando en el otoño de 1950 Celina se casó con Fábegas en la parroquia de Belgrano las damas de honor recibieron consejos del Chueco de que "vistieran la escena", es decir se desplazaran siempre discretamente sin dejar de hacer foco en los novios.

El comisario Simoni asistió de azul a rayas impecable y en la fiesta que se hizo en el salón familias de "La porfiada" contó una historia que les prometo para otra vez.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Historias. Una Continuación.

1947 fue el año de los trajes con dos pantalones, del plan quinquenal, y por sobre todas las cosas del ingreso de Celina al mostrador del despacho de bebidas de nuestro lugar de encuentro en Avenida de los Constituyentes que se llamó "La enramada" por entonces, y que era un lugar más conocido como "La porfiada" por las discusiones que en todo tiempo se suscitaron y tomaban estado público. El café, antaño pulpería cuando ni los carros se animaban más allá de la calle congreso, tenía un elenco estable que  recibía con el correr de las horas aportes de nuevos miembros que le daban una característica tan única como las estaciones le aportan a los cambios meteorológicos. Sucedía entre las tres y las cinco de la tarde la presencia de Goyo y Tito Mirándola, dos amigos enemigos que acomodaban entre el cerebelo y el hipotálamo la colección mas completa de personajes futbolísticos que hayan pisado las gramillas de Buenos Aires.

Goyo le preguntaba a Tito que acababa de citar de memoria el plantel de Estudiantes de La Plata del treinta y pico si sabía el de San Lorenzo del 34.

Y tito de un tirón: Jaime Lema Fossa y Pacheco, Baigorria,Closas y Arrieta, García, Cantelli, Bellomo, Villalba y Magán. Cuando terminaba, con soberbia, displicente, interrogaba sin esperar respuesta: -¿Y querés saber quien era el capitán? Fossa y el subcapitán el arquero Lema. Y ahora decime ya que estamos, del mismo año, ¿sabés acaso el plantel de Quilmes?

Goyo recitaba entonces como perdonándole la vida: Arsenio López, Sandoval y Ravagnani, Di Giano, Androssi y Santucho, Fernández, Rodriguez, Michal, Zito y Leoncio. Una bocina sonaba ronca desde la calle, era el padre de Goyo que lo reclamaba para que le ayudara a descargar una mecadería. Corriendo hasta la puerta y haciendo una seña de tomá pa vos alcanzaba a gritar: ¡Sandoval era el capitán!...

El comisario Simoni desde el fondo del salón llenaba el silencio que se producía: - Que novedá…el dos siempre era el capitán…

El comisario Simoni ya no era el mismo. Silencioso, muy a las perdidas intervenía en las conversaciones abiertas si nadie le insistía su participación. Después de las cinco Celina se acercaba al comisario y cuchicheaban gravemente. El chueco mas de una vez trató de sacarle algún dato a Celina sobre el motivo de la pena del comisario, al no tener resultado, la cargaba aduciendo una relación amorosa golpeando los dos índices con picardía. Celina le reprochaba: Vete al diablo, che, y le amagaba con la bandeja.

Después de la muerte del comisario en el año 53, Celina se sintió liberada de guardar el secreto y nos contó la historia de una hija que el comisario no llegó a conocer y que murió a fines del 46 en un accidente ferroviario mientras se dirigía a estudiar piano en una academia. Era el fruto de una relación clandestina, la mujer era casada,  apenas quedó embarazada decidió en mas evitar otro encuentro con Simoni y guardó el secreto celosamente. Con los años la mujer quedó viuda y ya no quiso cambiar el destino. Siguió criando sola a su hija disponiendo de una buena renta y vigilando desde las sombras, sin interferir en la agitada soltería de Simoni que enterado de muchos secretos bien guardados del prójimo, jamás  sospechó que una niña correteaba en una vereda de Villa Devoto siendo sangre de su sangre.

La verdad le llegó indirectamente por el diario que levantó entre las fotos de la catástrofe una con un recuadro de la mujer de su relación llorando la pérdida de su hija amada entre los hierros retorcidos. Imagínese, soy viuda, decía la mujer…Soy viuda… se repitió el comisario y buscó con esfuerzo un acercamiento para darle las condolencias. Al parecer la mujer se quebró y Celina recuerda como el comisario golpeó con la misma impotencia el puño en la mesa del bar igual a como lo hizo ante la confesión de la madre angustiada.

El comisario no fue mas el mismo como dije antes, de un día para el otro se convirtió en un ausente que solo ganaba en verborragia en los apartes con Celina.

Pero esto ya es otra historia y la iré desgranando junto con otras, mientras la memoria me lo permita.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Historias

El comisario Simoni, que para todas las mañanas en el café, siempre tiene algo que contar de otra época apenas le nombramos algún caso de estos tiempos. No voy a decir "resonante" porque para lograr semejante título hablaríamos de un extremo difícil de empardar por las carradas de violencia extrema e ingenio diabólico a que acabamos acostumbrándonos. Nos divertimos con el comisario Simoni. El chueco abre el diario y simula leer una noticia, tiene una facilidad extraordinaria para simular que lee. Eduardo dice que el mérito está en que llegó al segundo año de abogacía y eso le da la facilidad. Yo lo niego: Para mí es una habilidad como la del mimo que arremete contra una pared imaginaria o aprieta la cara contra una vidriera inexistente. Es un talento especial que lleva trabajo y preparación pero se te da o no se te da. Me parece,… ( apenas hice la primaria), pero lo que no puedo afirmar por conocimiento, cuando lo afirmo, la convicción me viene de saberlo porque estoy seguro de que es verdad lo que digo. La cosa es que el chueco, de traje y corbata antes de ir para el banco donde es administrativo, pasa el dedo mojado por una página del diario y con lujo de detalles se manda el show de todos los jueves a la mañana. "…la mujer se llevó los dos kilos de cebolla y a la bolsa de papa negra la hizo acarrear por los  hijos…el verdulero se quedó esperando que la señora volviera con el pago pero el tiempo pasó y los habitantes de la casa incomodaron al paciente trabajador con su ya flagrante intención de negarse a abonar el estipendio…"

 No nos reímos, por el respeto que nos infunde el comisario y que pueda malinterpretarlo como cargada y enemistarse con nosotros, pero, por sobre todas las cosas por el placer de escucharlo contar alguna historia relacionada en algún punto con el bolazo improvisado por el chueco.

"…el verdulero escupió el toscano, lo apagó suavemente en el tronco del árbol y lo introdujo con delicadeza en el bolsillo de la camisa… golpeó la puerta y espetó con tono persuasivo…Si osté no piensa pagarme me dirijo ipso facto per la sesionale y le aseguro que loficiale le vatirare la puerta abajo…"

Reconozco que a veces el chueco se levantaba inspirado y la falsa nota del diario se extendía tanto que perdía gracia, pero se soportaba la espera porque Simoni nos recompensaría con alguna historia de las suyas de verdad interesantes y que seguro incorporaba un verdulero, una ama de casa, una promesa de pago, un marido despechado y siempre mujeres (al final lo único que nos interesaba) buenas, de la vida, fieles, tramposas, siempre inabordables para mocosos como nosotros y minas siempre de fierro con Simoni.

Un día el chueco vino frotándose las manos, ese día estaba convencido que el comisario no tendría ninguna historia policial para confrontarlo. Había leído en una enciclopedia sobre una congregación de anabaptistas mas buenos que el dulce de leche que antes de cortar un árbol le pedían permiso a Dios. El chueco simuló una historia de crimen y venganza increíble, como si te contaran que caperucita roja se comió al lobo. Ese jueves el comisario no se echo atrás y aunque la historia no tuviera los condimentos de otras se explayó en una narración de lo mas amable sobre un pibe con sombrero de ala ancha y una biblia abajo del brazo que abandonó la comunidad en la adolescencia- como acostumbran, durante un tiempo o para toda la vida- y vino a parar a la zona tenebrosa del puerto de Buenos Aires donde alternó con malandras,cafishios, coperas, marineros y toda la fauna del puerto nuevo. Pronto se dio cuenta que esa vida no era buena para casi nadie y se puso a difundir la palabra de Dios.

Estaba contento por el éxito obtenido pero pronto las privaciones y la tuberculosis junto con algunos mamporros bastante serios lo tiraron en una cama de hospital.

Eran los años veinte y Simoni era recién ingresado en la fuerza. Le tocó acompañar al chico que deseaba pasar lo que le quedaba de vida entre los suyos.

Los "suyos" estaban a varios kilómetros de Bahía Blanca. Tomaron el tren en Constitución y el muchacho se acostó en un banco de madera abrigado con un sobretodo. Cuando pararon una hora en la estación de Sierra de la ventana el comisario lo vio tan dormido que se bajó a tomar una ginebra. Cuando volvió el pibe estaba sentado leyendo la biblia y con una manzana en la mano, el comisario le preguntó quien le había dado la manzana. Le señaló a una mujer vestida con solera, de  cabellos negros y una mirada encantadora. El comisario, entonces un joven apuesto seguramente, se acercó a la muchacha para afilarla.

Todos los presentes inmediatamente rodeamos al comisario sentados a horcajadas y la pera apoyada en el respaldo de la silla, no volaba una mosca, queríamos seguir aprendiendo, el sábado íbamos al baile, a ver a Alberto Castillo en el  club Comunicaciones.

 Era 1945, era la primavera, y a nosotros, como ya dije, las mujeres era lo único que nos interesaba.

     

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Por La Vuelta

No frecuentaba la ciudad desde hacía no se cuantos años. Tengo imágenes de un monumento, de una mañana hermosa, de una anécdota que quedó para siempre acerca de un músico famoso que por entonces arrastraba un romance apasionado con una carrera científica, pero ese día por tantear nomás, por acarrear un símbolo cercano a lo que sería su labor destacada de estos días, ¡cargaba mi guitarra! Mi olvidada guitarra de hoy. Estábamos camino al canal de televisión donde actuaríamos en vivo.

Sorpresa para mí y mi grupo, extrañamiento para él, alejado más que nosotros de los afeites untuosos de la tele de ayer, de los trazos generosos de los delineadores, y hasta de una gruesa tira roja pegada sobre las cejas del conductor del programa para resaltar sus ojos hundidos.

La tensa espera del programa en vivo, el calor infernal del estudio y por fin la señal de un cambio a exteriores y los títulos.

Nada más. Afuera una ciudad con largas plazas, de infinitos carteles con flechitas de neón y bares y gente que parecía conocernos de la tele, de habernos visto hacía solo un rato y disfrutaba de vernos.

Hoy, después de tantos años me perdí en algo llamado camino de circunvalación sin poder salir, bajando y volviendo a preguntar, vuelta a rodear casas pobres, desde  arriba, desde abajo y desde el costado, casas miserables hasta donde no alcanza la vista. Mas allá como una postal chiquita, una ciudad (¿aquella?) plateada por el reflejo del río.

 La pobreza por todos lados. Una autopista que obliga desde los carteles a no pisar el acelerador para no perderse nada de la circunvalación de la pobreza.   

domingo, 9 de agosto de 2009

Mi Invitado Del Domingo. Hoy: UN NARRADOR

EL ZORRO Y EL GALLO

El gallo estaba escarbando debajo de un árbol. En eso se hace presente, disimulando entre el yuyo, un zorro, que venía con toda la intención de cazarlo al gallo. Pero el gallo alcanzó a verlo, ¿no? No se levantó al todo, pero lo vio. Entonces voló arriba del árbol. Entonces el zorro llegaba áhi y que le dice:

—Eh! —Cómo te va! —le dice al gallo.
—Aquí 'stoy, tomando fresco aquí arriba.
—Bajate, que charlemos un rato —le dice el zorro.
—No —dice-, si podés subir vos, subí. Yo 'stoy bien acá, fresquito.
—No, ¡bajate!
—No, no, no me bajo.

—Seguro que has de 'tar creyendo que te voy hacer alguna cosa, que te voy a comer, que te voy a cazar, en fin. No, esas cosas ya se dejaron —dice—. ¿Vos no sabés que el gobierno ha publicado un decreto donde nosotros, los zorros, no tenemos que hacerles nada a ustedes, las gallinas? Los perros no tienen que hacernos nada a nosotros. Ni los perros al gato, ni el gato a los ratones. En fin, esa lucha —dice— entre animales y animales, ya se quedó sin efecto. Así que bajate.
—No, subí vos si querés.

Y en tanto oía la conversación, entonce el galio estiró un poco el cuello y miró así como a la distancia, y el zorro, di allá abajo lo miró. Y dice:
—2, Qué 'tas mirando?
—Y, de allá vienen unos dos tipos —dice—. Vienen a mula, con guardamonte, con lazo y todo eso. Y traen unos lindos perros —dice— galgos.
¿ A dónde? —le dice el zorro.
—Di aquel lado.
Pero, el gallo le equivocó, porque los tipos venían del lado contrario. Entonce el zorro le dice:
—Ya que no te querés bajar, me voy. Bueno, ¡chau!
—¡Chau!

Y se fue. Pero a poca vista se encontró con los perros. Da la vuelta el zorro con la colita parada, corriendo, corriendo... Y cuando pasan debajo del árbol le dice el gallo, di allá arriba:
—Che, parate, leéles el decreto —le dice.

Basilio Estargidio Martínez, 65 años. Malligasta. Chilecito. La Rioja. 1968.
Maestro jubilado, dedicado a la vitivinicultura. Nativo del lugar.

"Cuentos y leyendas populares de la Argentina"
Berta E. Vidal De Battini.




miércoles, 5 de agosto de 2009

Voces

Y en el año 2030 se terminó de tender la malla de seguridad A, una demostración de lo que podía generar el compromiso mundial a la solución consensuada del capítulo mas critico de la historia de la especie.

El punto final a las elucubraciones sobre la vida de tal o cual.

 Ya hace un año de esto…

 

Ya no puedo ocultar ni mis pensamientos. ¿Se puede estar más a la vista? Mi existencia se reduce a lo que ven y oyen.

 Soy civilizada, solo quiero que me dejen en paz…

 

La malla lo atraviesa todo. Entra donde quiere y permanece. Ese es el punto. No discrimina estéticamente. No se interesa particularmente.

 No deja pestillo, grieta ni ventana sin abrir.

Al que trate de engañarla le caerá encima la consecuencia.

 Así: La consecuencia.

 

No tiemblo por esta vida que me libera de la sospecha.

Tiemblo por la consecuencia.

 

El vendedor en la penumbra se frotó las manos.

 El coleccionista no pudo disimular su interés (¿Qué fue de ella?)

¡Una chuchería de más de dos siglos! Sin embargo le haré una oferta que no podrá rechazar.

domingo, 2 de agosto de 2009

Mi Invitado del Domingo. Hoy: GUDIÑO KRAMER

Noche de Reyes

Pedro Caraballo pasó el primero de enero tendido al borde del camino que va de Helvecia a San Javier, con sus tres hijas pequeñas de guardia, a la escasa sombra de un renuevo de aromito que por una verdadera casualidad habían dejado sin destroncar los injiñeros que trazaron el camino.
En 'E! refalón del Laurel" dejó los pesitos que había ganado con tanto esfuerzo en la chacra de don Silvano, carpiendo e! maní, y no solamente dejó los pesos sino que se alzó una borrachera de marca mayor, una borrachera que era como un envenenamiento y que después de doce horas de sopor todavía le duraba.
Sus hijas estaban sin comer desde el día anterior. A duras penas habían conseguido arrastrarlo desde el boliche hasta esa sombrita, y ahora casi al caer la tarde del año nuevo, esperaban con verdadera impaciencia el despertar del padre.
Caraballo enderezó su cuerpo menudo, se acomodó la faja y se puso de pie. Era un indio más bien pequeño, de edad indefinida, •de ralos bigotes caídos, saco pijama manchado de vino, bombachas azules, faja de algodón, alpargatas y sombrero descolorido.
Observó a su alrededor con mirada opaca y el rostro sin expresión, y tomando a las hijas de la mano, con la más chica prendida de su bombacha, arrancó a caminar hacia el Norte, por el costado del camino bordeado de gramilla.
El rocío nocturno humedecía los pies de las caminantes y ponía un poco de frescor en la noche bochornosa de verano.
Caminaron así, sin hablar, las chicas con hambre, el hombre con el cuerpo dolorido, la cabeza pesada, recordando vagamente, que no hacía mucho tiempo, tres, cuatro meses, por este mismo camino, con las hijas vestidas de negro, el viejo Aboli rezando el rosario y Sanciona Valdez en el carro, llevaban a la finada para enterrarla en el cementerio de San Javier.
El año anterior habían pasado las fiestas en el rancho de Sanciona; él había llevado sandías pintonas para el pesebre, y la finada ollas y chanchos de barro que había modelado y cocido con esa tierra greda de las orillas del San Joaquín.
Por este mismo camino iba la finada en el carro de Sanciona y él a caballo con las hijas enancadas. Ajá. ¡Sos María nintaré!..
Murió pasmada y él quedó a cargo de las criaturas.
Las hijas salieron guapas, caminadoras, sufridas.. menos mal. A la más chiquita, cuatro años escasos, la llevó a pie desde San Javier al Laurel. Ajá. A pie, una noche y un día entero de marcha. Asaron un cuís y comieron galleta en el Saladero. Y con nada más que con eso, llegaron a la chacra de don Silvano.
El maní estaba tapado de yuyos. Era un campo bajo. La tierra blanda, casi fofa.
Él con azada y las muchachas a tirones, limpiaron doscientos liños, a diez pesos el ciento. Pero comieron hasta llenarse quince días. Cón los veinte pesos alcanzó a comprar cuatro pares de alpargatas, un paquete de velas que lleva la mayor envuelto en un pañuelo y tres riales de masitas... Ajá...
Lo demás lo dejó en el mostrador a cambio de vino y de caña...

Cuando pasaron por el Tacurú, cerca de las diez de la noche, en el galpón estaban de baile. Se arrimaron. Se apretaron contra el portón a curiosear. Las muchachas se fueron arrimando a la cocina, de donde las echaron con malos modos, hasta que don Domingo las alcanzó a ver y les dio un puñado de masitas.
Caraballo se arrimó a la bomba del agua y bebió como un animal sediento. Tomaron agua las chicas también y siguieron.
Al amanecer estaban en el cementerio. No pudieron entrar a esa hora. La chica que llevaba las velas las volvió a envolver en el pañuelo.
Dos de enero. Dos de enero de mil novecientos cuarenta y uno.
Caraballo siguió hasta los toldos del cacique López. Rodeados de grandes tunales y algunas plantas de cañaveral y tártago, los ranchos de López y Golondrina dejaban escapar un humo acre que se confundía con la bruma del amanecer.
Caraballo se arrimó al fogón, entre un torear de perros flacos. Levantando la arpillera que servía dé puerta, López, Mariano López, grande y gordo, saludó a los viajeros.
—Lá...
—Lá...
—Colaka idgabá.
—Güeno...
Y se pusieron a yerbear. Las chicas se habían metido en un toldo, y sobre las pilchas calientes del cuerpo que recién se levantaba, echaron a dormir su hambre, y su cansancio.
El cuatro de enero, Caraballo llegaba a lo de Sanciona Valdez con cuatro sandías pintonas y dos monigotes de barro. El pesebre, a esa hora de la mañana, tenía cierto aire trasnochado. La habitación en que se había preparado el retablo despedía un olor a estearina y sebo, a flores marchitas; a humanidad sudorosa; a tierra removida. El suelo revuelto, el aire enrarecido, demostraban el éxito del pesebre, visitado toda la noche, toda la noche iluminado por docenas de velas, acompañado de viejas paisanas tomadoras de mate y de vino.
Colgó las sandías de una picanilla que sostenía el techo de paja verde y se puso a mirar con curiosidad el famoso pesebre de Sanciona Valdez.
Debajo de esa ramada, quinchada, y enlatada a modo de un rancho, habían hecho un piso de arena, sembrado de caracoles, de muñecos de barro, de ollitas cocidas, de juguetes diversos. Colgaban sandías y tases y burucuyás del techo y bolas de vidrio y candiles de sebo, Con piedras se había hecho una gruta, donde estaba el niño de goma, que a veces era uno verdadero que lloraba y se revolvía o se quedaba quieto, mirando las frutas que colgaban sobre su cuerpo. Los reyes magos, Melchor y Baltazar y el negro, eran de papel prensado, comprados en la tienda del turco Miguel. A su lado lucían los camellos, ovejas y caballos y vacas y asnos de trapo y de madera, y perros de barro, y víboras y arañas de alambre, y una guitarrita, y una flauta de canilla de tuyango. - . Papeles de color, y adornos de serpentina y de plomo de pomo y guirnaldas de enredadera, gajos de paraíso, cortaderas y matas de espartillo, daban un ambiente por demás extraño al pesebre.
Caraballo merodeó por el suburbio del pueblo hasta la noche del 5, la noche de los Reyes Magos, que él sabía que habían venido siguiendo una estrella, montados en sus camellos, hasta toparse con el pesebre donde el niño estaba, apenas de doce días, rodeado de San José y de la Virgen María, de la vaca y la oveja y el caballo, blanco y resplandeciente, sobre un montón de paja.
Él y sus criaturas también habían seguido en su largo camino una estrella, y durmieron sobre el pasto del campo. Y otras veces el aliento del perro y del caballo dio valor a sus cuerpos. Todo esto lo entendía muy bien. Y entendía muy bien que la madre alumbrara a su hijo por ahí, en mitad de un camino. Así nacieron sus hijas. y su mujer estaba, para no ir más lejos, después de un alumbramiento así, allá, en la copa del árbol que emerge sus ramas de un río lleno de sábalos y de pacuses, de dorados y patises...
Esa noche, en un rincón del pesebre, con sus tres hijas pegada a su cuerpo, sentados en la tabla de pino sin cepillar. que rodea las tres paredes del rancho, Caraballo fuma, toma de vez en cuando un trago, se levanta para despabilar una vela, hasta que el vino y el cansancio lo vencen.
Entonces sale, llevándose por delante la noche oscura, aunque cuajada de estrellas, y camina, camina con sus tres hijas por el camino que sale del pueblo hacia el sur, y frente a las tapias del cementerio, cerca de esas tumbas pobres que se cavan en la tierra, muy próximos a la huesa frente a la cual, protegidas por una lata, se consumen cuatro velas, se amontonan a dormir, se apretan sobre los yuyos del campo Caraballo y sus hijas, esa noche del 5 de enero de 1941, que parece una noche lejana en la historia, y es sin embargo la noche común, aunque estremecida de leyenda y poesía, de miles de seres sin trabajo, sin porvenir, sin tierra, sin pan y sin techo, con solamente un cielo con estrellas, una confusa música en el cerebro y una insaciable sed que fatiga la marcha.

miércoles, 29 de julio de 2009

Gloria Saluda a su Amante

 Gloria asomó la cabeza por la ventanilla del tren con su collar de perlas de dos vueltas al cuello. Se quedaría saludando hasta que la imagen de su amante se hiciera borrosa en el andén. Con una mano enguantada apoyada en el respaldo, y la otra en el marco de la ventanilla vio fugarse a la tolva de granos y la bomba de agua; algunos niños jugaban a resbalar en la tierra arcillosa bajo la manga que perdía a borbotones.

Saliendo del recodo, después de atravesar un puente viejo, la vía sucede paralela a un camino de tierra y pronto su vagón dejó atrás un camión pequeño de verdulero y seis ciclistas en caravana  enhebrados por un hilo invisible, como cuentas en amarillo, verde y azul.

 Cuando Gloria asomó la cabeza por la ventanilla del tren esperó que la imagen de su amante se hiciera borrosa en el andén.Aparecieron los niños jugando a resbalar en la tierra arcillosa y la tolva de granos y la bomba de agua.

Antes del puente viejo, un hombre con abrigo rojo estaba trepado a la escalerilla de la cabina de señales.

Cuando la vía sucede paralela al camino de tierra y seis ciclistas marchaban en caravana  enhebrados por un hilo invisible, Gloria hizo el ademán del hombre del abrigo rojo, igual al de la zarpa del tigre de bengala del Zoo central que ayer visitó con su amante cuando  se desperezaba de una larga siesta.Con este gesto, Gloria atrapó al más rezagado de los ciclistas con el índice y el pulgar.

 Gloria se tomó del cuello cuando el hombre de rojo de la escalerilla de señales pasó veloz.

 Y hubo solo los gritos del pasaje, ruido de frenos y, los niños que jugaban a resbalar, abigarrados en el descanso del tren detenido antes de la tolva de granos y la bomba de agua.

Y antes del camino de tierra que sucede paralelo a la vía.      

domingo, 26 de julio de 2009

Mi Invitado del Domingo. Hoy: LUIS GARCÍA (Luis Pardo)


Las Conferencias del Profesor Pedantius


UNA EXCEPCIÓN

El profesor Pedantius, caballero
que en todas partes fracasado había,
en clase a sus discípulos decía:
—Prácticamente demostraros quiero
como el vate más torpe ó el más huero,
con paciencia y cuidado, puede un día
probar inspiración y fantasía
que son en tal materia lo primero.
No hay ni fuego sagrado ni elegidos
por Dios ó por las musas protegidos,
ni hacen falta el delirio y el quebranto
para pulsar la lira. Todo el mundo,
sin pecar de ligero ó de profundo,
consigue ser poeta. Prueba al canto.


ONDINA

Sobre la rubia arena de la playa
por cuya posesión gimen las ondas,
junto á la espuma que fingiendo blondas
borda la orilla con incierta raya,

la húmeda ondina la actitud ensaya
que ha de agitar las submarinas frondas.
y ante sus formas puras y redondas,
el propio mar en su furor desmaya.

El sol envía la postrer saeta
y en el rayo envolviéndose coqueta,
con actitud que á Venus diera celos,

se acuesta contemplando al sol de cara,
cual si su blanco vientre soportara
la inmensa pesadumbre de los cielos.


La asonancia advertida es poca cosa
y de fácil arreglo. De igual modo
logra, todo el que quiere, cantar todo
en vez de referirlo en burda prosa.
Yo, en la divina lengua deleitosa,
cantaré la virtud y el negro lodo,
las hazañas del vándalo y el godo
y el cristal de la linfa rumorosa.
El acento meloso y el robusto
usaré sin esfuerzo y a mi gusto.
Pues la epopeya, el madrigal, el drama,
cuanto el ingenio, en su anhelar persigue,
con paciencia y cuidado, se consigue;
sólo hay una excepción: el epigrama.

Caras y Caretas (1904)

miércoles, 22 de julio de 2009

La Cocina

   Una vez casi me rajaron por un ataque de tos, me dijo Eulalia en la cocina del piso mientras esperaba el bullir de la pava con un cigarro colgado del labio. Eran las 5 de la mañana y ya había estado allí a las 4, a las 3 y a las 12 de la noche, parada en el mismo lugar, esperando que la pava hirviera.
No me la olvido más a Eulalia también deambulando por los pasillos con el cigarro colgado, chancletas de color incierto, camisón celeste con puntillas en el cuello y un hermoso mantón negro de seda con motivos florales en bermellón, amarillo y rosa; pero esa noche Eulalia me resultaba de episodio de delirio. Estaba acostumbrado a su cabellera renegrida hasta la cintura, su permanente crispación en una cara en que el lápiz labial furioso me había acelerado el corazón de susto en cada encuentro entre los recovecos de la pensión. Eulalia, pendiente de la pava en eterna espera, se ahorraba los gritos nocturnos desde que el sereno la amenazó el verano anterior con echarla de patitas a la calle.
Yo no dejaba de toser y por primera vez algo de Eulalia me sostenía en ese lugar en lugar de arrancar para la pieza como siempre que evité su compañía.
Es que yo volaba de fiebre y el agujero de mi habitación era la buhardilla de Kafka. La hornalla inmensa de la cocina en que se derretía el aluminio de la pava de Eulalia era en la ocasión mi lugar acogedor en el mundo y casi como para festejar en ese recinto de dos por dos prendí todos los quemadores de aquella cocina que seguro vino a parar de alguna vieja fonda u hospital.
Eulalia como siempre no me pediría razones de mi comportamiento tan desatinado y me seguiría mirando a intervalos con la suficiencia de su boca roja. Hasta me animé a un chiste en el jolgorio de los 39º que provoca la fiebre. Le comenté entonces que me la imaginaba a ella en la caja del mago haciéndola desaparecer, tosiendo dentro de la caja y desbaratando el truco por un ataque de tos justo desde atrás del telón.
El chiste no era bueno pero los ojos rojos se me habrían iluminado tanto y mi mueca de alterado sería tan simétrica a la suya que Eulalia no paró de reír. Raro era verla reírse con su oficio de partenaire de mago en un circo, al que se refería siempre con fastidio. Hizo silencio cuando volví la atención hacia mi persona.
Le dije en confianza que la habitación siete que yo ocupaba era húmeda, que solo conseguía entibiarla con calentador eléctrico y si ella sabía que el encargado andaba revisando por las piezas el motivo del aumento de la cuenta de luz.
Me miró entonces de costado, negó saberlo y se llevó la pava sin saludarme.
Me dejó solo en la cocina y apagué la luz hasta que la mañana se filtrara por la ventana. Esperaría ahí, erguido en esa calidez la llegada del inventor de instrumentos musicales que dormía pegado a la escalera. Con su toalla rodeando el cuello, de vuelta de sus abluciones en la pileta del baño; el del bigote finito y la mesa de luz abarrotada de pruebas de imprenta de sus métodos para órgano y guitarra.
A las ocho en punto yo partiría hacia la pieza helada; bien arropado en esa estepa, evitaría ser sorprendido calentándome con el aparato eléctrico y para las 9 escucharía subir por la escalera caracol de madera el paso del médico joven o viejo que me mandaba la empresa para justificar mi ausencia.

domingo, 19 de julio de 2009

Mi Invitado Del Domingo. Hoy: DARÍO QUIROGA

Catacumbas Del Arte

¿ Cabe pensar que muchos artistas no estiman sus obras sino en el momento fugaz de verlas exhibidas en un salón y que no les mueve otra inquietud, al crearlas, que la vanidad de esa muestra?

Los sótanos del antiguo Palais de Glace, sede hoy de la Dirección General de Cultura y del Salón Nacional de Artes Plásticas, son fiscales irrebatibles. Estas galerías subterráneas, a las cuales tan bien les cuadra el nombre de catacumbas del arte, están colmadas de obras provenientes de diferentes salones esparcidos por todo el territorio nacional, que no fueron nunca retiradas por sus autores. Yacen allí, olvidadas, porque no obtuvieron recompensas, porque perdieron interés para sus creadores una vez vueltas a la intimidad o porque fueron el fruto de una fugaz vocación.

Bajo el piso circular que otrora sirvió de pista de patinaje sobre el hielo, engalanada en los meses de septiembre y octubre con los envíos al "Salón de Primavera", se abren varias galerías a uno y otro lado de un pasadizo central. Estuvieron en ellas instaladas —los muchachos de antes las vieron — la usina eléctrica propia y demás maquinarias necesarias para fabricar la delgada capa helada, donde, por la época del Centenario, hacían arabescos damas de largas faldas con abultados polisones y caballeros de cuello alto y abotonadas levitas. Todavía puede observarse el gran armario de infinitos casilleros donde se guardaban los patines de cuchillas que un día volvió a la popularidad Sonja Henie. Pero ahora, donde antaño atronaba el ruido de los motores y donde llegaban, atenuadas, las risas de la farándula alegre, reina el silencio y la melancolía. ¿Pueden, acaso, contemplarse con otro estado de ánimo estas ringleras de cuadros,vueltos a la pared, y estas estatuas puestas en penitencia en los rincones?

A medida que se avanza por el pasillo central, el espectáculo es el mismo a izquierda o derecha: uno al lado del otro, montones de cuadros encima de los cuales un cartelito señala su pasado. "Salón de Rosario, - 1936", se lee en uno. "Salón de Santa Fe - 1932", reza el otro. "Salón Nacional - 1940", explica aquel de más allá. Son los envíos hechos a esas exposiciones en forma colectiva por intermedio de la Dirección General de Cultura y que, en igual forma, volvieron después al lugar de origen para que cada artista retire el suyo. Diez, veinte, cincuenta grupos diferentes, mostrando todos el revés de la tela y del marco, perfectamente en orden, con su particular cédula de identidad, esperan el regreso del dueño que un día les dejó junto con sus esperanzas y que, junto con las mismas, les abandona. ¿Es posible que alguien intente recuperar una obra después de haberla dejado tantos años como los que transcurrieron, verbigracia, desde 1930?

Una de estas galerías, la más vasta porque se extiende hacia ambos lados del pasillo central que mencionamos, está, en el momento de ser visitada, abarrotada con los envíos que fueron rechazados del XXXVII Salón Nacional de Artes Plásticas. Son cerca de mil cuadros de todo tamaño y procedimiento, que representan, además de mil esfuerzos vanos,una sorprendente suma de dinero, considerando únicamente su valor material. En efecto, promediando en cien pesos cada uno de los marcos a la vista, se obtiene una suma total  de cien mil pesos; a esta respetable cantidad  hay que agregar además cuarenta mil pesos  que resultan de adjudicar a cada cuadro un  gasto de cuarenta pesos de pinturas, pinceles y demás utensilios del oficio. Y, para terminar, faltan todavía veinte mil pesos en telas. De todo lo cuál resulta que los artistas argentinos movilizan cada año para el Salón de Primavera( o sea el Salón Nacional de Artes Plásticas) un capital de doscientos mil pesos. En estos guarismos se ha incluido el mismo valor material de los cuadros aceptados. Cálculos éstos,hechos con promedios aproximados y con el debido respeto a los artistas y al valor intrínseco de sus obras.

Aunque en número menor, los trabajos de escultura se agrupan también en las catacumbas del arte con un destino parecido a los de pintura. Grandes moles de bronce y mármol, bajos relieves,figuritas de yeso y madera, se agrupan aquí y allá en la penumbra y la quietud del olvido.
Por lo que tienen de humano en su estructura, más fácilmente traducen en el ánimo del espectador la certeza de su injusta suerte. ¿Las encontrará un día la posteridad después de penosas excavaciones como nuestra época descubrió en la tierra los tesoros de la antigüedad? Es la única posibilidad alentadora que puede tornar menos penoso el olvido de sus creadores.

LEOPLÄN  (1947)  


miércoles, 15 de julio de 2009

Salmos

Un chico me dejó una estampita. "El señor dirigirá los pasos del hombre justo y aprobará sus caminos".Los diarios que escribió este hombre y que llevo ahora  mismo en el bolsillo me tienen obsesionado.

 23 abril. "Tomé el tren hasta el Parador Los Ceibales"… (El boleto que encontré en la campera me lo confirmó, 12.03 ida y vuelta) 

Sigue: "Es un buen horario, hay suficientes asientos libres y los vendedores ambulantes recorren el tren  como en las horas mas concurridas. Tengo sobre la falda un diccionario de sinónimos, un plano de la ciudad, un chocolate envuelto en un papel brillante, cuatro pares de medias y agujas de coser."

29 ABRIL. "Está sobre la mesa de luz el chocolate  sin tocar. No me ha sido fácil dormir. Permanezco boca arriba con la mirada fija en el techo. Marisa ni se molestó cuando por bromear, hará una hora, le pinché la oreja  con una aguja mocha de las de coser lana que compré en el tren; me alejó pasando la mano por encima del cuello y siguió arrebujada de  costado  sin dar importancia,  como últimamente  hace con todas las cosas. Miro la montaña de trastos sucios sobre la cocina, las cáscaras de huevo, hace un mes que le aparto la sábana de la cara para recordarle que esto no me gusta."

(Me dan ganas de caminar, recorrer los vagones de punta a punta, desprenderme de la atmósfera pesada del diario del tipo).

2 MAYO. "No voy más al parador. Hoy me entretengo lavando la ropa sucia. El lavarropas es un gran invento. Toda la mugre se desvanece.

Le ofrecí el chocolate y no lo quiso. Se fue con lo puesto. Si fuera ella hubiera esperado el fin del lavado para recuperar mis cosas."

3 MAYO. "Hoy fui a ver a Damián. Me ofreció café. Marisa lo considera un hombre superior. Si yo intento darle mi parecer, me contesta que permanecerá en silencio porque hablo mucho y siempre de lo mismo. Un… ¡no entiendo de qué hablás!…  y se aparta de mi."

5 MAYO. "No lo encuentro, no sé que se hizo del anillo que Marisa me regaló. Sumado a su desaparición el asunto me resulta un trastorno."

7 MAYO. "Vuelvo al parador… bajo la piedra no hay mensajes. Sin embargo hay mensajes que no acierto a comprender. Un hombre de espaldas está en la vereda junto a un camión, que parece averiado por las balizas desplegadas. Un perro se detiene junto al hombre inmóvil y lo mea largamente. Nada ocurre, no hay reacción en el sujeto. Voy a advertirle ya que pellizcarme no me satisface, pero me detengo a mitad del camino: Una calandria persigue a una tortuga. Hasta aquí no hay nada extraño, las calandrias son pájaros belicosos y planean dando picotazos a cualquiera que se atreva a invadir su territorio. Tampoco me sorprende  que la tortuga corra velozmente, las tortugas son ágiles corredoras. Y tampoco la presencia de la tortuga en esa calle, el río está a dos cuadras y no es difícil hallar alguna. Claro, que no son acuáticas y no debieran estar ahí. Son naturales de zonas desérticas y vendidas como mascotas. Muchos propietarios que optan en algún momento de su vida por desprenderse de ellas creen que esa espesura de la orilla es el lugar adecuado.

 Así que tampoco eso me sorprende. En realidad, no acepto que lo que me sorprende es solo  la pasividad del hombre. Cuando vuelvo junto a la piedra, en el contorno húmedo que descubrí al moverla, hay un sapo. La panza estirada en esa tarde caliente de primavera. No pienso en la devoción de Marisa por los sapos ni en inmolación, ofrenda, etcétera, solo tomo la piedra, lo aplasto y me voy."

11 MAYO. "El hombre despertó y fue al tendedero a buscar el pantalón ya seco (Este debe ser el hombre orinado por el perro el día 7).

Mientras tomaba café y como corolario de la conversación de anoche repitió una frase de un salmo que dice que el oído que escucha y el ojo que mira son obras del Señor.

Me pidió el teléfono para asegurarse sobre el servicio. (Debe ser el auxilio para el camión).

13 MAYO. Tiré todo  a la basura. Gané espacio en la cocina. Me gustó mucho como quedan sobre la cómoda el banderín de River, una foto familiar muy antigua en color de una familia aplaudiendo felices a no se quien y una sirena de ojos fosforescentes de la que se desprenden cintas multicolores que se mueven con el viento que entra por la ventana."

(Me inquieta este relato)

17 MAYO. "Visito a Damián. Cuando me impide el paso,  empujo la puerta que le da en la cara y cae hacia atrás. Se arrastra hasta la mesa de luz. Sé que busca un revólver y debo evitarlo pero algo raro me detiene. No son las gárgolas de la iglesia de enfrente que desde este piso doce y con el vendaval que no cesa desde la tarde  parecen escupir el agua hacia esta misma habitación; Damián nos había comentado esto  a Marisa y a mí otra vez que nos invitó a comer. Tampoco me detiene ver la valija de Marisa. Y tampoco  su  ropa estirada sobre la cama.

 Lo que me detuvo fueron las dos sillas muy juntas en una esquina de la mesa, dos platos juntos y dos vasos. Y también una botella de Malbec casi vacía. Pensé en la devoción de Marisa por este santón sabelotodo y lo tomé de las piernas ; debe haber visto como se esfumaba su sueño de llegar a la mesa de luz."

 (Damián también ha desaparecido).

19 MAYO. Solo ha quedado el diario testigo de la historia, a los personajes como suele decirse se los devoró la tierra . En los días que me salteé la lectura el tipo se va por las ramas y discurre sobre íncubos, súcubos, andróginos, nupcias  espirituales, sin valor para la causa. El próximo paso es ir al parador que cita.

23 MAYO. Voy al parador. Los vendedores ambulantes no dejan de pasar.

Leo la estampita que me dejó el chico, aunque un minuto antes, cuando la depositó en mi asiento me pareció leer: "Los impíos son cogidos en los mismos designios o tramas que han urdido".

domingo, 12 de julio de 2009

Mi Invitado Del Domingo.Hoy:FÉLIX LIMA

LA TORMENTA DE SANTA ROSA DEL AÑO 1870

—¿Vienes del Zoológico. ricurita?
— Si, abuela. Pero hacía un frío... Qué frío,abuela! Aquí, en casa si que se está bien,¿no?También.. con la estufa a quebracho... Allá,en el Zoológico, los osos blancos,
contentísimos con el frío; en cambio, había otros animales que tiritaban. Pobrecitos!, ¿no?
— Anda, que te sirvan una taza de leche bien caliente.
— No tengo ganas, abuela. En el Zoo, Pancha nos llevó a tomar té con leche.
— ¿ Con sándwiches?
— Y masitas, abuela.¡ Qué ricas! Yo me comí cuatro, y Pocha, cinco. Después, Pancha
nos hizo conocer el Museo Agrícola de la Sociedad Rural Argentina.¡Cuántas vidrieras!...Y muestras de trigo y de maíz en tubos de vidrio. Pero lo que más nos llamó la atención fué la fuente dedicada a Santa Rosa de Lima. Qué linda!... ¿La has visto, abuela?
— Sí, rica, a poco de inaugurarse, en una de mis últimas salidas.
— ¿ No es cierto que Santa Rosa se parece a Santa Teresita? Las dos tienen flores en la frente. Decime, abuela, ¿por qué la gente suele hablar de la tormenta de Santa Rosa?
— Porque a fin del mes de agosto, o sea para Santa Rosa, antes o después, raro era el año que no se descolgara una tormenta respetable, con gran alegría de la gente de campo en años de seca. Pero hoy todo ha cambiado, rica; hasta el tiempo.
— ¿ Entonces, abuela, cuando vos eras chica, Santa Rosa les mandaba mucha agua del cielo?
— Mucha, si. ¡ Qué tormentas!...
— ¿ Con rayos, truenos y viento que hacía volar los techos?
— Y grandes inundaciones en el mismísimo centro de nuestro Buenos Aires.
—¿No había luz eléctrica?
— Faroles a gas en los barrios centrales, y gas, también, para el alumbrado a domicilio.
— Cuéntame de una gran tormenta para Santa Rosa, abuela. ¿Recuerdas? -
— Santa Rosa de 1870, antes de la fiebre amarilla, fué famosa. Nosotras vivíamos en la calle Paraguay, entre las de Maipú y Esmeralda.
— ¡ Qué central!, ¿no?
— La casa, de bajos y altos, recientemente reconstruída, era propiedad de don Francisco Bollini, padre de don Pancho Bollini, intendente municipal de Buenos Aires, muchos años después, quien dotó al municipio de las barredoras a mulas, la tan mentada "artillería Bollini", todavía en servicio fuera del radio céntrico. Recientemente falleció Alejandro Bollini, en Nueva York, hermano de Pancho, cónsul general argentino en Estados Unidos. Don Francisco Bollini tenía muchas casas en la calle de referencia, alquiladas a familias conocidas.
— ¿Qué familias, abuela? ¿ Recuerdas?
— Las familias de Julián Martínez, de Massot, de Angel  Floro Costa, de Cueto, de Oyuela, de Ebbeke Mármol, de Kratzenstein, del capitán Siches, de Coquet, del comodoro Py, y de otros que no asoman a mi memoria en este momento. Sobre la calle Esmeralda, a la altura de Paraguay, se domiciliaban las familias del general Conesa, de Saldías, de Saavedra, del coronel Escola, de Sciurano.
— Cuántos años han pasado!, ¿no?
— Entonces, los desagües de Buenos Aires eran primitivos. Para tal objeto servían los terceros, zanjones flanqueados por paredes de mampostería, que desembocaban en el bajo del paseo de Julio. Por ellos corrían las aguas pluviales. -
— ¿ Había muchos terceros, abuela?
— El principal era el tercero de la calle Córdoba, por lo impetuoso en los días de lluvia. En cierta ocasión, las aguas rompieron el puente que - lo cruzaba a la altura de la calle Esmeralda, en el preciso momento en que pasaba un tranvía.
— Qué horror, abuela!
— Al tranvía y a los matungos se los llevó la correntada hasta más allá de la calle Reconquista.
—Y la tormenta de Santa Rosa del año 1870?
— A eso voy, Porota. Llovió tres días torrencialmente. Diluviaba. El tercero de la calle Córdoba, el más profundo, desbordó en tal forma, que las aguas cubrieron la calle Paraguay, por la cual se podía navegar. Sobre las veredas, nada menos que un metro de agua nada limpia.
— ¿ Entró el agua en la casa de ustedes?
— Como nosotros alquilábamos los bajos, perdimos todas las alfombras y buena parte de los muebles. No tardaron en organizarse comisiones de salvamento y socorros. La que actuó en la calle Paraguay, una de las más castigadas, la constituían Carlos Pellegrini, Julián Martínez, Juan Carlos Lagos y el coronel Massot. Andaban en bote, y de puerta en  puerta. Sobre las alfombras, al descender el nivel de las aguas, quedó barro mal oliente de veinte centímetros de espesor.
—¿Y los pianos, abuela?
— Se acatarraron sus voces. Muchos no tuvieron compostura. Hubo escenas cómicas. A un inválido a quien le faltaban las dos piernas, Carlos Pellegrini lo salvó, bajándolo de la plataforma de un ropero de jacarandá, donde habíalo subido y depositado su esposa, en compañía de un queso Holanda y de dos botellas de vino. En suma, Porota: Santa Rosa, en 1870, favoreció a los importadores de alfombras, pues no hubo casa porteña de cierto rango en la cual no tuvieran que reponerlas.

Caras y Caretas (1930)