sábado, 22 de enero de 2011

Hombres del Siglo (1)

 W.S. M., locutor, diseñador, escenógrafo, administrativo. Menos la última, las demás actividades desarrolladas sin lucro en el poco espacio que pudo distraerle a sus tareas de oficina que le reportaban el único salario  ingresado a un hogar con siete bocas a mantener.

 Lo comentado forma parte de un pasado abundante en suspiros y  cincelado en la materia plúmbea de tantas existencias grises.

Un radiante presente se inscribe en estela cuasi Virgiliana:

"Cerró buenos negocios, seduce bailarinas, corre rallys, representa artistas, organiza  eventos, disputa bancas. Afinó su figura, un campo de golf llevará su nombre." 

 

 

 

 María Eliana R. D. Arquitecta, practica yoga y estudia pastelería. Separada, madre de dos niños de 9 y 4 años.

 Su madre, separada también, apenas puede disimular un gesto de abatimiento cuando María ubica en el cuarto de Pablo, hermano  de Eliana (ausente desde hace dos años por una beca en el exterior) el equipaje de los chicos para los siguientes quince días, mas todos los juguetes, la play, el almohadón sin el cuál la menor no podrá dormir, y el oso verde de un metro cincuenta.

A Roberto  B. a en la otra punta de la ciudad le cuesta desaparecer durante las próximas dos semanas, nada más lejano a su gusto particular por las escapadas de 2 o tres días.

Se imagina el lunes comenzando a recibir los primeros reproches de todo el mundo y la necesidad imperiosa de que se haga presente en todos lados.

Y también donde acaban de cortarle  no sin antes taparlo de insultos entre espasmos y llanto.

 

¿Y si lo hablás? ¿Porqué pensás que no…?

Preguntas todas de amigos entrenados en apariencia en el diálogo sincero.

 

Es domingo, María y Roberto cruzan susurros y amontonan arena en un cordón que se estira poniendo un límite que interrumpen todo el tiempo para tocarse los dedos.

 

Ahí nomás donde termina la arena seca comienzan la humedad y el mar.




  Anda a caballo, tiene 70 años y varios hijos la mayoría casados. Lo acompañan los dos más pequeños de 10 y 8 años. Tiene la mano izquierda con los dedos en garra y como si todavía sujetara unas imaginarias riendas, volteada la muñeca en cada movimiento con destino hacia su pecho apoyando la gesticulación abierta de su brazo derecho que se dirige fuerte y directo a estrechar mi mano.
Exhala perfume a jabón y hace horas que anda de acá para allá tratando de arreglar un alambrado. Coincide, inexplicablemente para mí, con la mayoría de la gente con la que hoy me encontré en el uso de una camisa blanca impecable y sin arrugas. Un fenómeno que me llama la atención estando sometidos a una rutina de gran despliegue físico, de mucho roce y contacto.
Creí responderme cuando hablando de algunos menesteres me mencionó la palabra vaquía, o algo así, que interpreté como una manera correcta de hacer las cosas.
Venía hablando no "de cómo levantar una bolsa", algo propio de la ciudad, sino de un casi mágico acostumbramiento a la bolsa de arpillera a fuerza de dolores insoportables, llagas imposibles en los hombros, largas temporadas durmiendo en el suelo por el lumbago, faja, "untosinsal" o algo parecido, y al final el milagro de un esqueleto encallecido y feliz, domado en largas madrugadas de escarcha,viento,lluvia y sofocones interminables en verano. Un potro, por fin, sin cosquillas.

Señala con la izquierda doblada y la sonrisa del hombre prudente un pozo detrás de su oreja. Herrando y confiado en un experimentado cálculo de la distancia, un caballo le pateó la cara hace doce años. Durmió un mes en el hospital y volvió a la casa para dedicar al santo o a la buena fortuna dos hijos más.
Cuando paramos a tomar una copa con el sol de las once casi sobre la frente, empinó un trago corto y me acordaba, cuando se dio un golpecito en el costado, eso de los chinos de que la felicidad está encerrada en los riñones.
Los chicos se quedaron en la vereda admirándole el recado a un paisano de andar desparejo e inseguro que bajó a comprar el pan.