domingo, 16 de mayo de 2010

Cuentos Con Títulos De Canciones

Me estoy volviendo lentamente loco

Ayer compré aspirinas, era la medianoche y, cuando me revisé los bolsillos para buscar las llaves de mi casa (que estaba seguro habérmelas olvidado en la fiesta de cumpleaños de Aníbal) aparecieron dos tiras de aspirinas flamantes, y más aspirinas en la guantera del auto y hasta en el piso del coche.

No recuerdo haber comprado tantas aspirinas como encontré en el bolsillo del gabán y en el resumen de la tarjeta de crédito que publica una lista interminable que coincide en las sumas de dinero, siempre bajas, y en la dirección de la farmacia justo pegada a la esquina donde un café permanece abierto día y noche.

Volví, como decía, a buscar las llaves en casa de Aníbal y aprovechando la ausencia de los demás invitados le confesé mi preocupación.

Ante una mesa llena de platos y compact disc sucios de chocolate crema y bizcochuelo, que resignado esperaba ver caer al suelo en cualquier momento, Aníbal, ( que ya me había dicho que no pensaba tocar nada, que dentro de dos o tres horas se hará cargo la señora de la limpieza) me recalcó que yo era un privilegiado, que bonitas sumas eran las que le llegaban a él por lapsus parecidos. Que tenía un cuarto (que me mostró) lleno de revistas de actualidad financiera que el no leía ni pensaba leer jamás. Compradas hasta tres veces el mismo número y en un solo día.

Mucho mas caro que mis modestas cajas de aspirina. Lamentó que ya no pudiera elegirme un interlocutor válido de los que hubo seguro en la fiesta.

Lo noté a Aníbal con varias copas de más y con deseos de irse a dormir. Revolvió entre desperdicios como si esperara encontrar la llave entre la crema como recuerdo de alguna película, las encontré yo mismo debajo de un almohadón que tiré en un momento de la fiesta para despatarrarme en el suelo.

Me acompañó hasta la puerta; antes de despedirse, en una salida típica de borracho se puso a bromear con todos los objetos posibles que yo podría acaparar con la misma obsesión.

Me senté en el auto pero no lo puse en marcha. Estaba asustado, algo en mí por mínimo que fuera gozaba de autonomía y yo no podía sentarme a esperar que mi tara decidiera darme un respiro.

Mientras observaba la ciudad vacía me vigilaba y gozaba de este autocontrol que me permitía ver pasar las horas sin moverme, alejado de las inquietantes aspirinas.

Llegó la mañana al lugar, los autos estacionaban por delante y detrás y yo cabeceaba de sueño. Tenía la certeza que apenas me durmiera, mi otro yo correría lanzado tras su obsesión analgésica.


No puedo vivir sin ti


No podría hacerlo. Estás todo el tiempo alrededor mío y sin embargo me dejas tanto tiempo solo. Todos me dicen que son tan pocos los momentos en que nos ven juntos que nunca piensan en nosotros dos cuando hablan de mí.

 Mis hijos, en el preescolar -me advirtió Estela por teléfono- seguro que cuando tienen que dibujar a su familia, no te incluyen o hay que buscarte disimulada en la forma de las ventanas de la casa o en algún otro detalle de los que saben interpretar los psicopedagogos. Le digo que habla por hablar, que no vi ningún dibujo así de ellos y que si descubrieran algo preocupante ya me habrían notificado.

Y es que los entiendo a quienes piensan así.

¿Cómo se puede pasar así por las cosas?

Todo lo tomas con mano firme pero sin tensión. Dedicas a cada momento el tiempo justo y me incluyo entre los que no podemos hacer del tiempo un aliado sino un potro al que hay que domar e imprimirle nuestro sello como si lo fuéramos a ocupar hasta el fin de nuestra vida que nunca se nos pasa por la cabeza por más de unos instantes.

Parece fácil pensar en la muerte comparándola con tu facilidad para hacer de todos tus momentos un mirador desde el que se abraza todo.

Solo atinamos a quejarnos por un sinsentido que solo habita en quien no puede vivir sin ti, y en quienes soportan una ráfaga de viento que se coló por una puerta entreabierta.