domingo, 17 de enero de 2010

Los Cuentos Que Aún No Escribí

1

 Eran las tres de la tarde y la gente se agolpaba en la casa de la pareja. Los dos competían por el fervor del público que siempre pedía más.

¡Arrastrada, buscá algo que pegue mas fuerte!

Los ladrillos volaban cerca de la cabeza del hombre que acariciaba el cinto y daba vueltas como el domador de leones que no se detiene nunca en un lugar para no perturbar la visión de los espectadores.

 Mirando a los vecinos que esperaban con devoción la paliza en ciernes, enroscaba el grueso cinturón en su mano pesada.

¡Atajá, borracho! Y ya no quedaban piedras ni cascotes que tirarle al marido infiel que la despreciaba e insultaba en público tres veces por semana a la hora de la siesta.

El golpe de la hebilla se descargó feroz sobre los hombros de la mujer y los uhhh y las risitas arreciaban tras la verja. El chasquido del cuero resonaba en toda la manzana pero todos estaban ahí; en la vereda, en la de enfrente y en la calle, con bicicletas, con la bolsa de las compras, con los ruleros puestos.

Y la función terminaba cuando le decía ¡Perdoname chiquita, te juro que no lo hago más! La ayudaba a levantarse y juntos entraban a la cocina.

La gente se miraba entre sí de soslayo y volvían a sus cosas.


2

Mi tío Salvador me declara único heredero de su fortuna calculada en cientos de millones de dólares.

Lo primero que haré es erigir un parque temático que contendrá todos mis gustos personales, el parque será inmenso y  distinto a los que hoy en día existen.

 Los actuales parques reflejan  el imaginario de la mayoría de sus visitantes, concitan una simpatía instantánea porque si se trata de los históricos se encuentra en ellos reflejado lo que ya conocemos o vimos representado de distintas maneras y solo nos faltaba tocarlos o mezclarnos con ellos.

 Mi parque no hará ninguna concesión a  esos parques de enciclopedia,  aunque no faltará una administración como el de los mejores, con sus tiendas de souvenirs  bares y restaurant alusivos a cada espacio. Seguramente muchos se sentirán defraudados y jurarán no pisar nunca más mi gigantesco despropósito. No me importará, mi parque no los necesita. Que dure lo que la contabilidad decida. Cuando no quede ni un peso en el banco para solventar los gastos se cerrará no sin antes apartar un fondo suficiente para pagar los impuestos del predio por 100 años. Seguirá siendo mío. La gente podrá ocuparlo libremente pero con la condición de no construir encima ni reformar nada.

  Miles de personas nacerán y morirán transitando en mis imaginaciones. Nos cruzaremos en sus calles.


3

Antes se decía que hay un rumor sordo en el ambiente, que se percibe la inquietud, o que el aire se corta con un cuchillo.

Que hay movimientos raros, que por el camino pasa gente extraña. Los lugareños vivían pegados a la mirilla de la puerta u oteando la calle desde las celosías entornadas.

El comportamiento por estos días es diferente y el tiempo colabora acompasado.

Los pájaros reposan en las ramas hamacándose en la brisa primaveral, los perros duermen sin sueños agitados y hasta un vagabundo aprovechó para acostarse a descansar junto a las vías del tren que ya no pasa.

En esa quietud donde se escucha el rumor zumbón de un moscardón rompe el silencio el trote de un caballo.

Leonardo se despertó cuando el alazán masticó el freno y se golpeó las ancas con la larga cola.

Los dos hombres se miraron. A Leonardo le costó enfocar al visitante tras el ala del sombrero y un rayo de sol que se entrometía.

—No me parece  un  lugar cómodo el que eligió.

—A mí me parece todo lo contrario, como el tren ya no pasa…

—Es verdad. Pero yo me cuidaría bien. No es seguro. Entre los durmientes está lleno de alimañas y le advierto que durante el invierno pasado por esta vía que parece abandonada pasó un expreso que arrastraba cuarenta vagones con las ventanillas cerradas y un furgón de cola iluminado. En el pueblo no se ponían de acuerdo en quien era el guarda de uniforme azul  que viajaba apoyado en el estribo del furgón ¡ja ja! Pero no quiero distraerlo más forastero, solo venía a ofrecerle alojamiento en mi casa que queda a una legua de ese monte que alcanza a ver… La casa es humilde pero es mejor que esto…

—Le agradezco señor su preocupación pero…

—Vamos hombre, monte…

Leonardo le hizo caso y marchó con el jinete a paso largo. Enseguida llegaron a una estancia confortable donde se quemaban unos marlos en el brasero y encima una olla tiznada desparramaba el perfume de un guiso.

 Comió con hambre. Tomó vino en una copa… ¡Cuánto tiempo sin beber decentemente! Le conmovían las atenciones del desconocido que casi no habló de sí mismo más que para mencionar su dedicación a la cría de caballos y un antiguo trabajo de dependiente en una carnicería.

Cuando un gallo cantó, el anfitrión le acercó una manta. Le dio una llave por si quería partir de madrugada, saludó y desapareció por un pasillo.

Leonardo se durmió mirando como jugaba la luz del patio con la cortinita del lavadero.

Se despertó en un asiento mullido. Los pasamanos colgados del equipaje bailaban sobre su cabeza. Era el  pasajero de un tren.

Las ventanillas no se deslizaban, atascadas de herrumbre. Solo las puertas de entre los vagones se habrían y corrió hacia una lámpara iluminada en lo que parecía el furgón final de la formación. La espalda del guarda se agrandaba con cada paso que avanzaba. Se detuvo un momento para recuperar el aliento, espió dificultosamente por las ventanillas acanaladas, afuera el paisaje era cambiante, reconoció el monte que le señaló el forastero y el lugar donde buscó cobijo junto a la vía.

Y a la gente del pueblo, que veía pasar el tren y cuchicheaba sobre la identidad del guarda.  



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