domingo, 22 de febrero de 2009

Mi invitado del domingo. Hoy: JUAN B. ALBERDI

TEATROS
 
París,setiembre de 1843.
 
El de la Grande Ópera Francesa. Más chico y menos espléndido que el de Génova: más bien alumbrado. Es casi todo dorado. En el orden de los palcos hay cierta irregularidad elegante que existe en casi todos los teatros de París. El palco o galería inferior se llama balcón, y vale caro. Las señoras van bien vestidas, pero con menos cuidado que en nuestros teatros de América. Desde la tarde  empiezan a ocuparse los asientos en las funciones ordinarias. Entrada y asiento, cuatro francos. Yo creía que el público de París, en el teatro, fuese muy animado y bullicioso. Pero no es ni más ni menos silencioso que el nuestro. En general los franceses son más bulliciosos y francos, en nuestros países, que aquí. Aquí se hace un gran ruido de pitadas cuando el telón tarda en subir. La señal para que suba son unos golpes con un madero.
 Las decoraciones, aunque inferiores a las de Génova, son hermosas y en ciertos casos bellísimas. Los cantores, malísimos; la orquesta, numerosísima, ocupa una tercera parte de la platea, pero malas bailarinas y un ruido insoportable. He visto la Perí y Shialle; dos piecitas del más bello gusto. He visto tres óperas hasta hoy: los Hugonotes, la Stradella  y el Barbero.
 
2 de octubre.
 El sábado, antes de ayer, estuve en el Teatro Francés; se dio el Tancredo y una pieza de Moliére. Vi a la Rachel: esta mujer es joven, bella, de ojos negros, tristes, de una mirada ardiente; me recuerdan a los de Marta (una niña de Tucumán) o a los de Narvaja. Interesa tanto como mujer, cuanto como actriz: es admirable, sin duda, bajo este último aspecto. La frente es bella, vista de lleno; de perfil, no: las cejas horizontales y renegridas. En este teatro lo que se llama el género clásico en literatura, es cosa de que no tenemos idea en América. Es preciso verlo, para hallar en él a los partidarios del arte severo, ¡Moliére! ¡Qué talento, qué genio, qué fertilidad!
 
El domingo, ayer, a la mañana, fuimos a Versalles, con Gutiérrez, por el camino de hierro. En media hora llegamos. Hasta las tres estuvimos recorriendo las galerías del Palacio: pinturas, muebles, estatuas, objetos ricos y adornos. Tanto cuanto puede imaginarse de embelesador llena los vastos salones de esta mansión regia. La capilla, que es bellísima, por fuera, casi de estilo gótico, no es sino riquísima por dentro; pero fría, desnuda de arte, Una de las cosas más notables que vi fue el dormitorio de Luis XIV, donde se conserva la cama y al lado de ella la corona y su cetro. La cama es alta, y tan corta que no parece hecha para una estatura regular. Es rica; pero si se la compara a lo que en el día se trabaja de semejante, es pobre. Una especie de dosel la cubre. He visto allí los primeros trabajos del célebre David. Vi cincuenta retratos de Napoleón en las diferentes salas; y no vi dos parecidos entre sí. Hasta las tres, apenas alcanzamos a ver una escasa parte de las galerías.
A esa hora se dio principio al juego de las grandes aguas. El día era hermoso. Es imposible definir el encanto que cubría aquellos parques, jardines, fuentes, alamedas, bosques, cascadas, etc. Estábamos en la mitad del bosque cuando soltaron las aguas. Después de bajar por entre aquellos deleitosos sitios, en que las cascadas, las fuentes hacían sonar sus armonías por todas partes, fuimos a la fuente de Neptuno, la última y más bella de todas, que tuvo lugar a las cinco. Comimos alegremente en la Plaza, de noche; y a las seis y media entramos al teatro de Versalles: se daba la Sampa, El teatro, alumbrado con gas, elegante y lleno de gente, ¡qué bello me pareció!
A las diez salimos; y fuimos corriendo por aquellas bonitas y alegres calles, en medio de una noche deliciosa, a tomar asiento en el tren de regreso y vinimos a París a las once y media. Todavía duraba la función en la Ópera. Antes de llegar a las fortificaciones, qué delicioso parecía Paris coronado de una aureola de luz que forma el gas, con que es  alumbrado.
Hoy he estado en el Instituto de Francia, He visto algunos de sus miembros. He conocido a Arago, Dumas, Magendie, Balpole, Birot, Poícon  etc., etc. He oído hablar a la vez de ellos; principalmente a Arago, cuya figura, voz, gesto, actitud, todo previene en su favor; cuando habla, todo es silencio. Es inquieto y andariego, como Blanes, alto, un poco calvo, sin  patilla, narigón, gruesas cejas, ojos negros, penetrantes, grandes; boca grande, voz gruesa y clara. Dumas  es joven casi: no sé qué tiene de M. Martigny; sin patilla; un poco colorado: aire no notable: moderado, modesto, bien amanerado; presidía la Academia. Balpole, ñato, pálido, cejas espesas. Briot, viejo, hablador. Poicon, de mediana edad, bello perfil, narigón: tiene un debate bastante vivo con el secretario. Magendie es de mediana edad; figura gruesa, no sé en qué recuerda su perfil al general Enrique Martínez.
Terminó la sesión a las cinco, después de muchas lecturas, discursos y observaciones.
 
París, octubre 5 de 1843.
Esta noche estuve en el concierto de la Sala Vivienne. El local es espléndido. El concurso era numeroso, variado y elegante. La música pasable y la ejecución así, así. Lo que he oído de más notable ha sido un solo de oboe y otro de trombón. Concluido a las diez de la noche el concierto, paseaba con Guerrico por los boulevares: la noche deliciosa, clara, serena, dulce, Al pasar por delante del Café de París, encontramos dos hombres de mediana talla, otro de una muy alta.
—Vaya, me dice Guerríco, ahí tiene Ud. al tan deseado Dumas.
 Al punto contramarchamos, sobre sus pasos: era cosa de seguirlo y examinarlo. Pasó la calle que divide los cafés de París y Tortoni, y se detuvo enfrente de este último, a hablar con amigos que le rodeaban. Yo me puse a tres pasos delante de él. Allí se estuvo como cinco minutos, y yo como cinco minutos y un segundo, es decir ,hasta después que él caminó. El farol de la calle y el gas que salía del café-palacio le alumbraba  la cara como la luz del día. Es menos moreno de lo que se dice. Nariz pequeña,ojos no muy grandes, dulces y con ojeras; los labios ligeramente gruesos, pero la boca regular. Nada hay marcado y fuerte en su fisonomía, que es más bien agradable. Nadie creería ver en él al autor de Catalina y Margarita. Tiene no sé qué cosa de Byron. Sonríe al hablar con una sonrisa lánguida. Sus gestos son sobrios y blandos. Me miraba de vez en cuando: él conocía que yo le examinaba con placer,porque yo lo demostraba a mis amigos, a medida que les transmitía lo que veía en la persona del poeta. Es alto como Vilardebó, o Melchor Beláustegui, un poco cargado de espaldas y metido de pecho. En el andar es lánguido y desgraciado algún tanto: sumamente natural. Al despedírse del último de los que le detenían en frente del Café Tortoni, estrechándole la mano izquierda le dijo con inmensa calma, pero sin afectación: —Bon soir. En este bon soir, echó tres segundos. Estaba de fraque a la inglesa, chaleco de verano, claro, cruzado, camisa sencilla, calzón oscuro, una caña un poco gruesa, cabello crespo, corto y sombrero pequeño, colocado casi sobre los ojos. Hay en este hombre algo del temperamento frío o flemático de Cané. Si Beláustegui (Melchor) fuese más delgado, se le parecería mucho de atrás en el modo de caminar. Le seguí observándole, muchas cuadras. En las calles de París, donde a nadie se repara, infinidad de paseantes se detenían a ver de atrás al célebre poeta dramático, el más popular y sencillo de sus contemporáneos.
 
París, octubre 10 de 1843.
Hoy he convalecido de una enfermedad gástrica, de tres días. No he carecido de asistencia; sin embargo, he recordado mucho mi país. Yo me siento aburrido y triste en París. Pienso con placer en el mar. Me he enflaquecido mucho; pero aún no estoy como en América. Mis visitas de enfermo han sido Guerrico, Julio, Gutiérrez, Maldonado, etcétera ...Me han visitado justamente en estos días Fernández, M. Gros y Romey. El domingo, antes de ayer, estuve convidado a comer en casa del general San Martín. Por la maldita fiebre falté a esta invitación, y el lunes a la sesión de la Academia de Ciencias.
Ya en París hace un poco de frío, El país tiene otro aspecto: la gente elegante se ha dejado ver en las calles que están sembradas de coches y carruajes aristocráticos. La campaña ha quedado abandonada por el bello mundo. La Ópera Italiana acaba de abrirse. Hoy se da Norma; pero yo estoy a las ocho de la noche en mi cuarto, solo, triste, débil, oyendo el ruido de los coches que pasan por debajo de mi ventana, que cae sobre la calle de Bergére. Ya he dado pasos sobre mi pasaporte: mañana le tendré sacado completamente. Dentro de cuatro días me voy de París al Havre, donde debo tomar pasaje para América. ¡Cuánto suspiro por verme en aquellos países! ¡Qué bella es la América! ¡Qué consoladoral ¡Qué dulce! Ahora lo conozco; ahora que he conocido estos países de infierno; estos pueblos de egoísmo, de insensibilidad, de vicio dorado y prostitución titulada. Valemos mucho y no lo conocemos; damos más valor a Europa que el que merece.. En cuanto a sus celebridades, -¡ah! ¡qué equivocaciones padecemos! Cuántas veces ni se conoce aquí un nombre de autor francés que en nuestros países está en todas las bocas. Cuántos de ellos no se creerían injuriados groseramente si recibiesen aquí uno de los aplausos que les hacemos por allí, sin que por esto dejen de ser vanos, pues, lo son aunque sin perder la cordura.
 
13 de octubre de 1843.
- Ayer, después de comer con el coronel N... invitados por el doctor Ellauri, ministro, en el Hotel des Princes, fui por primera vez a la Ópera Italiana. Se daba Norma. Fue lo primero que oi a mi llegada a Europa, y es lo último que oigo a mi partida. He oído a la Grisi y a la Nissen. La primera hacía de Norma. Es baja, gruesa, pálida, grandes ojos, de mirada penetrante. Es tan actriz cono cantora. El canto es un medio para ella. Todo lo hace servir a la ejecución del pensamiento del poeta. En poder de esta mujer, nada hay superfluo en la música de Bellini: el más insignificante acento al parecer, lleva un objeto superior. La variedad de su voz es infinita. La Nissen no es inferior en muchas cosas. Al menos ella obtiene, y no sin razón, tantos aplausos como la Grisi. El resto de la compañía, en Norma, vale poco o nada. El teatro de la Ópera en París, es superior al de Génova. Más chico, pero más elegante; más lucido, más comme il faut.
¡Qué concurrencia tan lucida! Las señoras van vestidas como en nuestros países a una tertulia de baile. El guante blanco, en hombres y mujeres, es indispensable.
 
Del libro "Recuerdos de Viaje"

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