En las solitarias tierras altas de la instrucción militar se acostumbró a fumar un cigarro en el silencio del amanecer y confundir el humo con el vapor de su propio aliento. Un momento de paz antes de la diana y las órdenes a voz en cuello.
Ahora se dejó llevar por el aroma pesado del plátano y el coco del mercado deshabitado, siguió ensimismado y abandonó el plan de redactar la carta para sus padres. Faltaba una hora para la formación y se propuso llegar hasta la estatua del dios que dejaba ver la mandíbula y las fauces poderosas.
Despuntaba el sol y la sombra corpulenta entró al corral. Buscó la marca en la oreja del animal y le pasó un lazo corto.
Lo condujo al trote hacia la salida mientras las otras bestias asustadas por la presencia del extraño se coceaban entre sí.
Una vez afuera, y mientras los empleados buscaban a la sabandija que provocó el revuelo, el hombre doblaba el recodo y se perdía en un pasillo de la aldea.
Cuando los gallos respondían los últimos reclamos del amanecer, el burro atado al carro cargado de leña, manso y atento esperaba la partida con un casco trasero manoteando el aire.
Se poblaron las calles por las ofertas del mercado que de a poco se armaba de una esquina a otra.
En la entrada del cuartel el carro se hundió en una cuneta y el oficial de lanceros montado en un bayo, de guantes blancos y botones dorados, le ordenó despejar el paso.
Tomó el conductor un tronco y el soldado entendió que haría palanca para destrabar la rueda; en cambio se puso a correr mientras burro, carro y puesto de guardia volaban en el aire por la explosión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario