domingo, 10 de mayo de 2009

Mi Invitado Del Domingo. Hoy: CLEMENTE BALMORI

No sigas ese camino.No seas orgulloso y terco
No te vayas a perder como la ciudad de Esteco...
 
Dónde está, ciudad maldita, tu orgullo y tu vanidad,
tu soberbia y ceguedad... Y orgullosa, envanecida
en los placeres pensando en las riquezas nadando,
y en el pecado sumida.
 
Cuenta, pues, la leyenda que Esteco era la suma de todos los desenfrenos, foco y sentina de todos los vicios. Nadie iba a misa ni se confesaba. Y tanto entumeció la cola de su perversidad que llegó hasta el cielo. Y el cielo decretó su perdición. Pero antes, conforme a usanza de la celestial clemencia, le ofreció una última ocasión, un lance final y decisivo como es práctica en todo juego limpio.
Montado sobre un manso borriquillo apareció por las calles bulliciosas de Esteco un viejecito de barba blanca. Flaco él y consumido, lleno de achaques y laciria, todo en harapos y medio desnudo, que imploraba la caridad publica y un techo en que cobijarse. Pero en realidad este era Okat, me acotaba un informante vilela. Okat-Jefe, ser superior, dios —que venía con este disfraz. Pero todos lo rechazaban entre burlas e improperios— «Su roñoso, marcha de ahí sino querís que largue los perros». Y el viejecito suspiraba y predicaba a todos la caridad y la compasión con los humildes y los pobrecitos indios. Pero nadie lo escuchó nunca ni le quiso dar albergue sino fue una pobre mujer que vivía en una casita de las afueras. Y el viejecito comenzó a enojarse y gritaba por las calles de Esteco: «Se pierde Esteco! Se pierde Esteco! Salta saltará. San Miguel florecerá y Esteco se hundirá». Y todos se mofaban de él y le seguían por las calles y caminos insultándolo y arrojándole piedras. Y un día que volvía más triste y aporreado que de costumbre se entró en la cocina al anochecer y se puso a leer un libro muy grande que tenía letras como de oro que brillaban en la oscuridad y de vez en cuando le corrían las lágrimas por la barba blanca y la mujer estaba muy aflijida y por fin no pudo más y le preguntó que qué decía el libro y por qué lloraba y él le contestó y le dijo que en el libro decía que se iba a perder Esteco por sus grandes pecados, que al día siguiente no bien amaneciera Dios, tomara a su hijo en brazos —pues la mujer tenía un hijo pequeño de pocos meses— y se fuera tras él pero que pasara lo que pasara y oyera o que oyera que no debía volver la cabeza. Esto de volver la cabeza parece por momentos tener cierta importancia: dígalo si no Euridice, la dulce amada del gigante Orfeo. Pues bien, al día siguiente no bien amaneció Dios tomó el viejo un hatillo y la mujer a su hijo y despacito sobre el asno corrieron las cuatro cuadras que los separaban del Pasaje y luego por un vado que había un poco más abajo, no lejos de Miraflores, cruzaron el río. Escalando estaban las escarpas rocosas de la otra orilla cuando sintieron un tremendo remezón que hizo caer al asnillo al tiempo que allá lejos sobre la infeliz ciudad se oyó un fuerte estampido y un sordo fragor seguido de un largo clamoreo que se fundió en un solo y desgarrador alarido. La curiosidad femenina y el terror la hicieron volver la cabeza hacia la ciudad que se hundía y allí quedó la mujer convertida en estatua de piedra con su hijo en brazos. La estatua, dicen, fue dinamitada por un buscador de tesoros durante la construcción del ferrocarril de Metán a Resistencia. Y allí están los pedazos de la mujer de Lot, pero poco dicen ya.
Poco a poco fueron emergiendo del fondo de las aguas restos del cadáver de la ciudad semisepulta. Una inmensa alma en pena. Todavía sollozan a la oración lejanos tañidos de campanas, y el canto estridente de gallos fantasmales rasga como una navaja el seno impoluto de la media noche.
Pueblan el aire grandes globos de luces temerosas que persiguen al asustado viandante. Allí, en aquel altillo al pie de un enorme algarrobo vimos tres noches seguidas un poderoso farol —el farol de la enamorada lo llamaban las gentes del lugar— agitándose en la oscuridad, urgiendo incansable, con premura de siglos, al amado que ronca desde hace tantas, tantas horas en los brazos profundos de la Blanca Dama —Esta noche y la pasada; ¿cómo no has venido, mi amor?
 
Estábamos sentados sobre un descomunal tronco de quebracho que estaba cruzado en medio de lo que fuera la Plaza Mayor. ¿Será esto el famoso rollo o picota de Esteco de que hablan Machoni y Filiberto de Mana?
No creo, me dice mi guía, señor Sotelo. Dicen que se quemó en un incendio de las malezas que se produjo hacia 1720. De este no sabemos por quien ni cuando ni cómo ha venido acá. Es muy viejo, le puedo asegurar.
En medio del silencio subsiguiente tomó la palabra un muchachón de la estancia que hasta entonces no había despegado los labios:
«Bueno, pues yo señores si ustedes me lo permiten les voy a contar una cosa muy chocante que me pasó hará como dos años a bien pocos pasos de donde nos encontramos. Sería como la media noche y venía yo a caballo con ese chango». Era el aludido un muchachito de unos trece años que se hallaba de pie un poco retirado y se limitó a asentir con la cabeza y murmurar: «Si señor, verdá es». «Y bueno; volvía yo de esa casa que queda como a diez cuadras de aquí muy tranquilo y fumando, cuando de pronto el caballo se paró asustado y empezó a resoplar. Había una luna llena y muy clara, como suele ser en julio por acá. Pensé si sería el puma cuyo olor asusta tanto a las bestias; con que miro a los lados, miro al camino y noto como a unos cinco pasos delanle de nosotros un bulto en el suelo, cruzado a lo ancho de esa calle; estaba inmóvil, y pensé si sería una persona que habría sido sorprendida por el tigre. Saqué el facón y me adelanté despacito a ver que era. Si, era una persona y estaba muerta, bien muerta estaba. Delante de ella un manchón de sangre que brillaba a la luna... Le faltaba la cabeza! Tenía las manos atadas a las espalda y vestía una camisa medio colorada y a cuadros, parecida a la de este señor. Alrededor del hombre y de mí daba vueltas aullando un perrito pequeño, un perro choco que no hacia caso de mí y que parecía enloquecido de dolor. Le dije al muchacho: Vete a casa y avisa a las mujeres por si quieren venir. ¡Que habían de venir! Se asustaron todas y no hacían más que llorar. Allí estuve clavado más de una hora sin saber que hacer. Por fin decidí seguir a casa y volver a la mañana, antes de dar cuenta al comisario, a diez kilómetros de aquí. A la mañana, amanecía apenas y ya estaba yo de pié; no había podido pegar ojo en toda la noche. ¿Quien podía ser el difunto? Subo al caballo y me vengo al trote. Cuando llego aquí, ni sombra del difunto. Ni cadáver ni perro ni nada. Todo había desaparecido sin dejar rastro».
«Ah, le dijo Sotelo, ¿no sería ese el cuerpo de Heredia, el cuerpo de Diego de Heredia que fue degollado en Esteco, su cuerpo arrojado fuera de la ciudad y su cabeza clavada en la picota de la Plaza Pública, mientras que Verzocana, su compañero de rebelión, fue ahorcado en Santiago del Estero?».
Y aquí terminó Esteco.
 
La Plata, 9 de mayo de 1962.
"Esteco:Mythica" (Fragmento) 
 

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