domingo, 3 de mayo de 2009

Mi Invitado Del Domingo. Hoy: FRANCISCO GARCIA JIMENEZ

¡HAY QUE OIRLO A "EL MOROCHO"!
 
—;Lindos tiempos los del Centenario!... —nos dijo con emotiva nostalgia don José Razzano cuando en 1945 (con sus cincuenta y ocho años cumplidos, y a diez de la muerte de Gardel) le pedimos que contara con precisión cómo conoció al que fuera su compañero artístico. Lo hizo, y nuestra pluma tuvo el privilegio de ser la que, a su vez, satisfaciera la curiosidad pública por conocer el origen del célebre dúo Gardel-Razzano.
La validez de la biografía corregida y ampliada que hoy ofrecemos, reside en mantener intactos los testimonios indubitables. Nadie pudo referirse con mayor autoridad que Razzano a esa parte de la vida de Gardel que él compartió, y en tal razón lo que corresponde es mantener en los capítulos siguientes el contexto de aquel relato exclusivo.
En 1910, José El Oriental (nacido en Montevideo en 1837) tenía veintitrés años floridos y enredados siempre en la rongacatonga de fiesta y fiesta, en la despreocupada amistad y las inagotables ganas de cantar lo que le pidieran...
Bien pasada la medianoche era sitio común de su reunión un café de la esquina de las calles Entre Ríos y Moreno: el café del Pelado (como llamaban. al local con referencia a la monda cabeza del dueño).
 
Allí estaba en rueda de amigos, jugando al gofo, cuando José volvía de recoger aplausos en alguna tenida de señorones aficionados al canto nativo.
Por esa tertulia nochera del café del Pelado se asomaban otros muchachos que tendrían luego relieve notable en el mundo del arte. Y ese mismo café, en una noche del año 1910 mencionado, se ensombreció con una noticia triste. Un contertulio llegó para anunciar la muerte de su hermano, en Milán. Todos han llorado con él. Su hermano era Florencio Sánchez. Y así rodaban y pasaban las madrugadas del café..
Al borde de los naipes y del pozo de los envites seguíase hablando de arte. Por sobre todas las artes, de música. Por sobre todas las músicas, ¡de la criolla!
Entre la gente de la partida tallaban fuerte hombres de actividades comerciales, ajenos a la farándula; pero, acaso, los que alentaban las calidades de cantor de José Razzano, El Oriental. Eran los más apasionados Enrique Falbi y Luis Pellicer. Una noche de 1911 escuchan con escepticismo a alguien que aparece por el café haciéndose lenguas de un cantor:
—¡Hay que oírlo a El Morocho!
Morocho lo Ilaman?
—Así es.
 —Ajá...
 
Llega Razzano y el de la noticia lo interpela:
—¿Oyó cantar a El Morocho?
—No. ¿Y usted?
—¡Yo sí!
—Dónde lo oyó?
—Anoche, en Barracas.
Falbi y Pellicer están intrigados:
—¿Vos lo conocés, José?
—Personalmente no. Pero las mentas de ese cantor me llegan de todos lados. Un día me dicen que lo han oído por el barrio de la Boca. Otro día, que en Corrales. La pregunta de este amigo me la han hecho ya en muchos sitios: ¿Oyó cantar a El Morocho?... Todos están de acuerdo en que canta lindo y es un buen mozo.
Ya hay tema fresco para los comentarios del café. Se tejen cien suposiciones y se da cabida a cualquier rumor sobre si el tal Morocho vale tanto como dicen o si se quedan cortos en las ponderaciones o si al fin de cuentas le han agrandado la fama por el gusto de achicar a El Oriental...
Lo que más le pica a la rueda de Moreno y Entre Ríos es no ubicar bien a ese cantor mentado, y encontrarse de repente con las mentas de sus triunfos sin estar avisada de sus comienzos.
—¿En qué punto de la ciudad tuvo su primera rueda ese mozo?
—Lo nombran El Morocho... ¿Será un trigueñito flacucho que supo andar con Pancho Martino?
(Este informa que no es.)
 ¿O un provincianito del Sur, buen payador, que salía con el centro Los Leales? (Tampoco. . )
Y la gente de Moreno y Entre Ríos, sin perderse en más averiguaciones, resume así su opinión:
—Que cante todo lo bien que pueda, de eso no hay miedo; porque para hacerlo mejor que El Oriental tendrá que darle mucho juego al naipe. Pero, ¡por Dios!, que se vea..
Y se vio.
 
Si había alguien que tuviera ascendiente sobre Razzano, ése era Luis Pellicer. No se dio tregua para ubicar al cantor cuya fama llegaba como queriendo oscurecer la del jilguerito de Balvanera Sur. Y fue en el propio café del Pelado, a poco tiempo de haberse anunciado una noche aquellas mentas, donde otra noche Pellicer le espetó a boca de jarro e palabras a El Oriental, estremeciendo de entusiasmo a los contertulios:
—El Morocho es del Abasto, y lo conoce a un amigo mío: Gigena. Mañana a la noche quiero que te topés con él, en la casa de ese señor Gigena, para que le bajés el copete.
 
Razzano aceptó lo de la topada... y pensó para sus adentros que lo de "bajar el copete" era demasiado alarde cuando no se conocían los valimientos del otro gallo.
 
 La cosa fue por el Mercado de Abasto, en una casa de la calle Guardia Vieja, donde vivía el tal señor Gigena, al que, por cierto, se le recuerda como gran pianista. Por gentil invitación del dueño de casa y porque el acontecimiento ya tenía una natural atracción aunque no hubiera sido divulgado, aquella noche de 1911 había aproximadamente treinta personas en la amplia sala baja con dos grandes ventanas sobre la citada calle, detrás del mercado.
 
Razzano llegó con su amigo Pellicer y salió a recibirlos el señor Gigena. Con cierta confusión producida por el interés del encuentro y las pertinaces recomendaciones de lucimiento que su amigo le hiciera por el camino, El Oriental, saludando cortésmente, llegó al centro de la sala. Entonces vio que se adelantaba hacia él un joven muy grueso, de agraciadas
facciones, peinado al medio, trajeado de negro, con corbata voladora y zapatos de charol.
Bien predispuesto, Razzano abarcó de un vistazo la atrayente simpatía que irradiaba El Morocho. El señor Gigena los presentó:
—Carlos Gardel.
—José Razzano.
Se estrecharon las manos con calor; sin recelos.
—Me han dicho que usted canta bien —dijo El Morocho.
—Me defiendo . . . —respondió modestamente El Oriental—. Pero las mentas suyas son grandes.
Gardel, sin contestar, inclinó la cabeza en agradecimiento al obvio elogio.
—Celebro mucho cantar con usted —agregó Razzano.
—Y yo igualmente, amigo —contestó Gardel.
Ya estaba sellado, virtualmente, un pacto de no agresión. El torneo adquiría de golpe el cariz que deseaba Razzano. No se trataba de bajar copetes, sino de que cantaran mano a mano dos mozos con fama de que lo hacían bien.
Hubieron las restantes presentaciones de rigor entre el recién llegado y los invitados. Una vuelta de licores puso más cordialidad en la tertulia. Gardel bebió una copita de ginebra. Razzano una de coñac. Y apareció, en medio de la rueda, la guitarra, con su torso femenino invitante al abrazo. Con innata cortesía criolla hacia el huésped, se la brindaron a Razzano. Templó éste. Se hizo un silencio de iglesia. Y la clara voz de tenor dijo armoniosamente la cifra:
 
Entre colores de grana, rey del espacio celeste,
el sol se asoma en el este con majestad soberana.
Ya la golondrina ufana emprende su aéreo viaje,
y a jugar por el oleaje bajo aquel cielo sin bruma
en lo blanco de su espuma tiende su negro plumaje...
 
Al finalizar Razzano, prorrumpieron todos en grandes muestras de aprobación, y fue el más generoso en ellas el propio Gardel. Le pasó la guitarra, a su vez, El Oriental, y, tras unos rasgueos, El Morocho entoné con hermosa voz de barítono las estrofas de un estilo:
Anoche mientras dormía, de cansando fatigado,
no sé qué sueño adorado pasó por la mente mía;
soñé que yo te veia y que vos me acariciabas,
que muchos besos me dabas llenos de intenso cariño
y que otra vez, cual un niño, llorando me despertaba...
 
Con la última nota, Razzano se levantó para abrazarlo. El entusiasmo de los felices asistentes a la tenida, no es descriptible. Los ¡bravo!, los ¡muy bien!, los ¡canten otra!, con admiración sincera, fueron repitiéndose. Y entre pase y pase de guitarra, copla va y copla viene, traguitos y comentarios, llegó el amanecer y, con sus luces, el final de aquella noche memorable.
Los dos cantores, noblemente hermanos por la puja del arte criollo,salieron juntos y a poco andar se despidieron:
-¿Donde lo puedo ver?- preguntó Gardel.
Y le contestó Razzano con la simplicidad de las cosas que llevan el destino de ser definitivas:
-En el café del Pelado,en la esquina de Moreno y Entre Ríos.
 
De "Carlos Gardel y su época" (1946)
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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