domingo, 28 de diciembre de 2008

Tres Cuentos De Amoríos Sin Suerte

Mohines
 

 

Luciano y Liza eran gente común. Ellos lo sabían, pero la pareja de amigos no eran quienes para recordárselo. Para colmo ella, Alicia, con la que Liza se conocía de la primaria cuando compartían el mismo banco, estiró la boca en un mohín que Liza conocía bien, desde siempre, desde cuando en el segundo grado se reían de la gorda que miraba embobada al celador y guardaba notitas de amor que nunca le mandaba.

Se morían de risa de la gorda enamorada de un viejo que no llegaba a los 23 años.

Ahora Alicia había estirado la boca en un mohín lento, despectivo como en las mejores épocas en que pasaban juntas por la plaza, ya en la secundaria y Luciano esperaba una mirada de benevolencia de Alicia a su coupé destartalada con la esperanza de que se decidiera alguna vez a subir en ella para llevarla a la carnicería o a la casa de la tía del boulevard, o en el colmo de la suerte convertir la butaca en cama y acariciarla interminablemente. Nones, decía en esos casos el mohín alargado de Alicia.

"Vuelvan a empezar, son jóvenes, nosotros no los podemos ayudar, ni una garantía podemos darles, tenemos todo como bien de familia" -dijeron casi a dúo-.

 

"O no son gente común como nosotros, o no te diste cuenta que el juego de no sé, quizás algún día, era una histeriqueada que me calentaba; que Luciano era para mí, que yo lo había decidido así. Ahora jodete; una groncha como vos no maneja los tiempos de mi vida".

A Liza le decía todo eso el largo mohín de Alicia.

 
 
De Nosotros
 
 
Vivíamos felices hasta que se mudaron estos…Así decía mi madre de los odiosos vecinos.

Y fueron unos meses de aguantar, las treguas duraban poco.

 El padre de familia de nueve hijos ponía a calentar el motor a las dos o tres de la mañana. Regulaba, metía el acelerador a fondo y ya nuestra casa se llenaba de humo del escape. Recién entonces mi papá se levantaba maldiciendo y habría y cerraba puertas y ventanas con violencia para que el tipo tomara nota de su enojo.

A las cuatro de la mañana el vecino partía al trabajo sin darse por aludido. Muchas veces a esa hora con mi hermano lo cruzábamos en la puerta cuando volvíamos del club.

No nos registraba, siempre salía cargado de valijas, cerraba el portón de la casa y sus ojos nos atravesaban cual si fuéramos invisibles.

La disputa con los vecinos nos impedía disimular la vuelta de madrugada como antaño.

Con la casa en pié de guerra terminábamos siendo el blanco del odio contenido por la falta de urbanidad de los de al lado y la cosa lejos de concluir seguía con la señora Rosa, la mujer del tipo que se ponía a fregar la casa y cantar haciendo karaoke con un programa de tangos y milongas  antes de las cuatro y media.

Lo mejor venía a las seis y media cuando los nueve hijos- la mayor era Estela  de quince años – empezaban a despertar como soldados con una semana de licencia en una isla del pacífico.

Ya la noche estaba perdida y el sol se encargaba de apurar el mal trago en mi casa.

 

Estela para mi mamá era un encanto, una niña perdida en el bosque rescatada por una familia de bestias. Para mí que andaba por los diecisiete eran unas tetitas turgentes, unos labios carnosos unos muslos rotundos. Una vez, que mamá como siempre  a escondidas de los demás de mi casa,  la  invitaba a tomar el té a la tarde y charlar de moldes de vestidos, la esperé en la cocina y la besé con pasión. Me enamoré entonces perdidamente.

 

Pero el romance no duró nada. No pasó ni una semana que la policía rodeó la manzana, anduvieron por los techos pero nuestros vecinos ya se habían fugado.

Lo único cierto era que los hijos eran de él . La mujer, una integrante mas de la banda.

 

Yo nunca volví a ver a Estela.

 Durante dos o tres años cuando sentía ulular una sirena policial se me caía una lágrima y les pedía secretamente que la hallaran y me la devolvieran.
 
 
Eran Dos
 

-Alberto, haceme el favor de mandarte a mudar.

Cuando se lo dijo no titubeó. Nunca estuvo dispuesta a renunciar a nada.

 En este caso pensar en compartimentar su existencia por culpa de este mamarracho, ni pensarlo.

Ningún esfuerzo para ubicar en un diseño de existencia posible, la presencia de Alberto y su hija de 19 años.

Hasta ayer era la pareja oficial del hombre poderoso que le llevaba 30 años, separado sin hijos para ella y para todo el mundo hasta que apareció esta chica  que él se encargó de reconocer rápidamente.

La mentira, eso le resultaba intolerable. La decisión inconsulta como si ella fuera una dama de compañía.

 Y la agencia... ¡La agencia!. Ese lugar que es su vida; un  cable a tierra para huir de la depresión del ser para la muerte que aprendió en el curso de filosofía. Pero ahora hasta ese lugar también le hace buscar consuelo leyendo a Epícteto, el estoico, porque más que seguro se va a enterar por Male, la gerenta de cuentas, que hoy la chica vino a buscar al padre para salir a tomar algo juntos.

 Y también alguien se encargará de comentarle que Male anda diciendo que  la nena  fotografía muy bien, que puede hacer carrera,  que tiene dos años menos que ella, tres  kilos menos de peso y cinco centímetros más de estatura.     

1 comentario:

Anónimo dijo...

hugo: como estas tanto tiempo, como siempre muy bueno lo que escribis.
un beso, erica