miércoles, 4 de junio de 2008

El Rostro De La Cinfuentes

El terremoto se llevó las dos terceras partes de la ciudad. En el alto, donde tenía mi domicilio, en la ladera norte, solo fuegos, humo y polvo subiendo, pero intocable para el sismo. Un estallido solo apagado por otro que sucedía a un relámpago y un sonido a goma desinflada por la pérdida de presión de un caño maestro.

Los desagues cloacales regurgitaban cuando el silencio ominoso y el aire enrarecido anunciaban para los experimentados el fin del movimiento tectónico.

Era el momento de salir. La costumbre de siglos nos encolumnaba tras los idóneos en salvatajes y allá estábamos, para lo que manden.

Con agua, un casco y una linterna comenzaba la recorrida. Hacía 8 años que no ocurría y la violencia del movimiento y la guardia baja de los servicios multiplicaron la catástrofe.

Un automóvil estampado contra las puertas de la catedral. Un profundo túnel agigantado por la excavación de una obra en construcción y dos camiones con toda la carga  de cemento clavados de punta en los fondos empujados por una pluma con su completa estructura.

Y árboles enredados en cables de alta tensión yaciendo entre cadáveres amontonados de quienes se refugiaron inexplicablemente en el alero del teatro de comedia. La herrería se precipitó llevándose consigo el piso superior completo donde se ubica la tertulia.

Eran las dos de la tarde y la primavera dejaba morar el sol hasta las seis.

Las ambulancias ya dejaban oír que circulaban con los primeros heridos pero todos sabíamos que  los escombros exhalaban todavía pálidamente pero con las horas mas decidido, el olor a muerto.

Reconocer un grave de un muerto y uno a entablillar y el otro a desfibrinar  era mi tarea y la de otros profesionales de la salud. Los bomberos y otras organizaciones especializadas hacían punta con mazas, pinzas de corte de cables de acero, picos y oxígeno.

La región estaba herida de muerte y los helicópteros y aviones se veían dificultados por el humo y los incendios. Solo los hidrantes eran efectivos tomando el agua en el golfo a escasos mil metros y vaciando la carga sobre las aceras derretidas por la quemazón.

El enfermero nos hizo ubicar en un camión para marchar a otro distrito más afectado pero posible de recorrer a pié. El viaje era dificultoso y necesario cada vez bajarse a retirar postes, chapas y carrocerías del camino. También heridos que para esa hora por no saturar aún el servicio eran recogidos a nuestro pedido por algún servicio circulando en la zona.

 El enfermero desde el furgón nos señalaba el avión cisterna y nos recordó por comentar algo gracioso, la leyenda  del hombre rana que practicaba buceo en unos acantilados y uno de tales aviones lo absorbió descargándolo luego junto con el agua en el incendio de un edificio.

 Resultó que el edificio era el domicilio del buzo.

"Cuando los peritos entraron encontraron en la cama dos cuerpos desnudos carbonizados junto a un hombre rana. Un detective resolvió el caso cuando determinó que la pareja desnuda eran un joven dependiente del hombre rana (propietario de un almacén) y su mujer que se encontraban haciendo el amor cuando el incendio los sorprendió y el marido de la mujer fue escupido por el avión."

Nos sonrió el enfermero y algunos se lo festejaron. Yo también dibujé una sonrisa.

Me daban ganas de decirle que el cuento estaba mal contado: Que la forma correcta es empezar con la pareja y la extraña escena.

 Me mordí.

 También me prometí no hacerme mala sangre en este relato con la imperfección del mundo, que como maremoto se llevó también un matrimonio de cinco años que creímos consolidado con mi mujer de entonces.

Esa es otra historia .Punto.

Llegamos a la zona y no era tan cierto que no era demasiado dificultoso avanzar de a pié.

Pasamos de largo, yo sin mirar siquiera al estudio de televisión de RV73 en ruinas, desde donde todos los días del año se encargan de difundir mensajes sobre las maravillas de la vida sencilla y el amor filial y todas esas tonterías que la vida y obra de sus directivos desmiente a cada paso preocupados solo en  facturar  millones y mandar a los hijos a estudiar al extranjero y  alejados de la vida miserable de los "notables" que en sus programaciones exhiben sus miserias que ellos convierten en orgulloso galardón a la vitalidad, la sinceridad, la libertad que un ser humano debiera perseguir.

Asco.

Yo hago todo lo contrario, como los futuristas, si pudiera escribir o pintar o filmar lo haría con odas al aire acondicionado, a las papeleras, a las centrales atómicas, a  la muerte definitiva de la familia. Postulo todo lo que los farsantes adoran en secreto, pero quieren disfrutar solos.

  Miro un camión de residuos volcado y pienso en los poderosos miserables que cuando hablan de bolsas de basura evitan hablar de lo que verdaderamente contienen y los niños pequeños revuelven: Profilácticos, vómitos, cacas de perro, pelo, sangre, vísceras de pollo, (una vez me tomé el trabajo de revisarlas en dos manzanas)  y también claro que si, lo que ellos creen que contienen exclusivamente (y merecen por tanto status de trabajadores), papel y vidrio, ja!..

 Basta. Me  enferma. Si las legiones de tontos político-catódicos  hasta adoptan y repiten el discurso y lo hacen propio. Bellas palabras. ¡Asco!

 Basta dije.

 Continuo:

Cincuenta y dos heridos rescatados fue el saldo del día de nuestro grupo. Fichamos con cartones en el pulgar más de cien muertos .La cifra exacta imposible determinar por el estado de la mayoría.

 Volví dificultosamente a casa. Antes de ingresar, en el alto se escuchaba en la tele de la visita de varios figurones a los heridos en los hospitales y clínicas. Me quedé mirando desde mi sillón la ciudad en ruinas con un cartón de leche que bebí íntegro y me dormí.

Desperté al amanecer, el día después es el peor. Dan ganas de huir al campo, de tirarse de espaldas en un césped cortado y olvidar.

No había Internet ni teléfono. Mi secretaria por la tarde me había reunido todos los llamados y cartas. De mis padres, que ella se encargó de tranquilizar. De los colegas que me recuerdan y algunos preocupados sinceramente.

No había tiempo para nada más. Debía volver al grupo y a la tarea aunque renegaba ya de mi ofrecimiento de voluntariado.

Esa mañana cambiamos de sector, pasamos al otro lado, al entronque con el cordón vial que deriva en la autopista sur.

El lugar ya no presentaba un aspecto tan desolador. Los grupos especializados que removieron escombros durante la noche eran reemplazados por grupos como el nuestro engrosados ahora por cuerpos de ingenieros de las fuerzas armadas aunque casi desprovistos del equipo necesario.

Los cuerpos de infantería con perros no daban abasto y ya empezaba a correr el tiempo para los atrapados entre las estructuras. Los edificios, de gran altura en esta zona parecían cortados a serrucho y los escombros hacían montañas hasta en las calles.

Mi cuerpo se dedicó a rescatar, casi siempre cadáveres, entre hierros retorcidos de un ómnibus. A unos 50 metros, una topadora descubrió las carrocerías de tres autos arrumbados contra un kiosco. El terremoto los hizo chocar entre sí y luego deslizarse, como si se hubieran resbalado por el pliegue de una sábana.

Fuimos al encuentro. El conductor de un fiat azul estaba tendido como si buscara protección bajo el tablero. Llevaba el asiento trasero lleno de carpetas. ¿Mudándose quizás?

El otro, un ford blanco, con cuatro personas a bordo, prefiero no describirlo.

Y el tercero y aquí la sorpresa, una mujer de trajecito blanco de unos treinta años cabellera castaño claro quemada. Su vehículo se había incendiado y grande fue mi sorpresa cuando la di vuelta. Después de la impresión que me produjo el rostro con quemaduras de segundo grado reconocí a la numero uno de la televisión nacional.

Si. Era Gabriela Mariela Cinfuentes. La que comenzó su carrera como Eloísa Cinfuentes y luego se cambió el nombre por agradecimiento al personaje de Gabriela, de la novela que transcurre en el Brasil del 1860 y le dio fama en ascenso desde entonces.

Lo primero que hice fue separar el asiento delantero. Le pasé el dorso de la mano por la frente y la costumbre me llevó a palparle el seno izquierdo. Aún vivía, acercando el oído a sus labios escuché una queja. No pude resistir antes de separar mi rostro besarle delicadamente el labio inferior.

Me puse a razonar sobre algo que la providencia había dispuesto en ese instante para mí.

Y razoné nada. Aquí el corazón me saltaba como un perro faldero señalándome la oportunidad.

La envolví en una sábana y desconociendo las reglas de procedimiento, le dije a mi enfermero antes de cerrar la puerta del furgón que extrañamente pasaba por la zona como para mí y nadie más, fuéramos a una  clínica reparadora ya y que el  caso era grave.

¡Ya!, ¡ahora! Le ordené, antes que el hombre intentara impedírmelo.

Lo desvié  hacia el Alto. Hacia mi consultorio equipado para cirugías intermedias. No voy a detallar más que lo que el vulgo pueda entender.

Diré que durante media hora la bañé entera con agua corriente, antes le estabilicé los signos vitales y controlé el estado de shock que la tenía a medias desvanecida desde casi veinte horas atrás.

Había que actuar rápido. Le saqué varias placas y comencé con la secuencia de fotos que ilustraría todo el desarrollo.

Como los servicios esenciales habían vuelto, bajé unas fotos de la mujer de Internet con muy buena definición.

 Para devolverle la apariencia y reformular lo que me parece un desatino lo que otros profesionales hicieron de su apariencia, dibujé sobre sus fotografías de 10 años atrás cuando sus cambios todavía eran mínimos.

Cerré puertas y ventanas y me dedicaría de no mediar el inconveniente, durante dos días a reconstruir esa belleza desfigurada por el fuego y las malas cirugías.

La destrucción mayor de tejido se daba entre el músculo masetero y el depresor del labio inferior. Para no confundirlos diré que es esa zona acolchada bajando del labio inferior del lado izquierdo. Ahí le di un tierno beso antes de la anestesia.

También le besé tiernamente el platismo, el músculo grande que baja desde la oreja derecha cuando al moverla dio un quejido.

Usé el generador para evitar el seguro corte de luz y puse manos a la obra solo, sin asistencia, refregando la frente cada tanto en una toalla colgada ex profeso en un perchero en la puerta de la pequeña sala.

La primera parte se prolongó seis horas. Planeé dejarla 45 minutos sola cuando tuve certeza que descansaba en condiciones casi normales y entonces me tiré en la cama con un cartón de leche y una medialuna dura de algunos días atrás.

Parece que me quedé profundamente dormido porque se hizo la noche cuando un juez con personal policial tiró la puerta abajo y me sacaron esposado.

El conductor de la ambulancia que nos trajo a  la  Cinfuentes y a mí hasta "Affaires Centro de Estética", la institución que dirijo, no era indolente y comunicó de mi traslado irregular.

 Lástima, mi trabajo hubiera sido óptimo.

 

Donde me tienen privado de la libertad es un lugar interesante. Un enfermero nos cuenta siempre historias increíbles aunque mal contadas. Y la psicóloga de nombre Eloisa tiene un extraño don para leer el pensamiento. Lo que no sabe es que sé leer los labios perfectamente.

En este momento por ejemplo le está contando al periodista que no era la Cinfuentes la que rescaté sino otra pobre mujer que no se le parece en nada y que en mi delirio quiero arreglar muñecas Cinfuentes donde quiera se me ocurre que están.

Hay algo en que no se equivoca y es que a la joven del otro lado del parque y le da sopa a una anciana tengo ganas de extenderle el zigomático mayor.

Se equivoca en pensar que esa joven no es Gabriela Cinfuentes. Yo sé que es ella y nadie me va a convencer de lo contrario pues es la misma que rescaté y tuve entre mis brazos.

La maldita le cuenta al periodista otra pavada. Que yo fui aceptado en "Facultativosencatástrofe" sin averiguar mis antecedentes judiciales.

Y nada. Asco me dan. Lo juro por Gabriela que me sonríe y me saluda con un mohín del orbicular de los labios cuando la anciana le aparta la cuchara.

1 comentario:

julieta eme dijo...

me acuerdo que este texto me lo dedicaste a mí, aunque no sé por qué. está bueno.

¿cómo andás?