domingo, 17 de agosto de 2008

Gran Salón

La exposición de 1927 en el Gran Salón Nacional marcó el apogeo de Alejandro Del Campo.

Con cuatro cuadros desparramados entre los cien de la rigurosa selección que hizo el jurado, su permanencia era casi intocable, y a su fama contribuían en iguales dosis los insultos de sus enemigos y los elogios de sus incondicionales.

El público que lo rodeaba cuando ya los músicos de la fiesta de cierre se alejaban del círculo escénico, departía devotamente y auguraban en los corrillos la segura victoria de alguna de las telas del maestro que para la tarde siguiente habría de llevarse  las palmas de la terna de oro.

 El brindis de costumbre y la vuelta a casa  tuvieron el sabor de lo repetido hasta el mismo momento de apearse de mi auto.

 Siendo yo su representante y confidente, figura por demás importante para este  Alejandro  reacio al trato fácil en un ambiente abundante en zancadillas y venganzas, me adelantó las nuevas que el organismo cultural reservaba para dar a conocer antes de terminar el año.

La exposición de 1928 sobrepasaría las 2000 obras me dijo y con un ademán me hizo cerrar la boca en que amagué una mueca de estupor.

Con esa exageración tan suya y que hoy la recuerdo porque a su festiva teatralidad le había adosado una notable amargura me dijo lo que trataré de reproducir incluso en el modo: "La burocracia  tomará por asalto el Gran Salón, expondrán todos los que quieran hacerlo y el público juzgará. Te imaginas que entre tantas obras la elección será extenuante y arbitraria. Además por razones de espacio se liquida la sala de los maestros y los cuadros de género. Hasta ahora reunidos en grupos de 10 a veinte obras a partir de entonces no bajarán de doscientas. No pienso ser cómplice de tal farsa demagógica a menos en que me convierta en un mono.

Sabía yo que sería inútil  esgrimir algún argumento favorable al cambio,¿Y si  mi amigo lo tomara como un intento de permanecer a su lado como quien no quiere dejar que caiga un negocio?. Solo le sugerí que se tomara un tiempo para reflexionar y entonces hablaríamos nuevamente.

Del Campo hizo su viaje de todos los años a Nueva York y cuando volvió me telefoneó sin entusiasmo. Me comentó que estaba poniendo en condiciones la propiedad heredada de su madre en los campos de Cañuelas y pensaba pasar allí la mayor parte del año.

La mudanza se produjo bastante antes de lo esperado pues un sábado y varios más que le siguieron me invitó a la flamante propiedad.

Me paseaba aquellos fines de semana por las casas de los puesteros que suponían varias leguas a caballo a campo traviesa.

Las visitas consiguieron extenuarme siendo tan notable su deseo de escapar a la conversación franca que suponía haría explícita su decisión de desertar de las muestras competitivas del Gran Salón; actitud equivalente por aquellos años a abandonar la profesión.

En el año 28 las cosas sucedieron de acuerdo a sus dichos, y hasta Alcides Balzano  una voz disonante del periodismo especializado, sentenció desde las páginas de "El Vigía": "EL SALON DEBIO QUEDAR COMO UN LUGAR DETERMINADO, RESTRINGIDO, DE DIMENSIONES INFLEXIBLES, EN EL QUE CADA GÉNERO HUBIESE EXPUESTO SUS OBRAS MAESTRAS…EN VEZ DE UNA COMPETENCIA, UNA EXPOSICIÓN GLORIOSA, UNA SELECCIÓN; TENEMOS AHORA UN MOTIN, UN BAZAR ESCANDALOSO Y UNA TOTALIDAD."

Para mi sorpresa, Alejandro no colaboró en la replica, a tono con la posición de Balzano. Sin abandonar su nuevo refugio me avisó que intervendría y que al no haber tope para la muestra no sería difícil que en la recorrida me encontrara con una decena de sus obras.

Elegí un día de mitad de semana por ser los más tranquilos y con la caminata interminable por los salones mi ofuscamiento por tal profusión de obras quedaba cada tantos pasos atenuada ante el encuentro con una obra de mi amigo.

 En conjunto, sus obras, podían comprenderse con un título casi obvio, "Escenas de la vida oriental", pensaba mientras sorbía el café y trataba de entender el súbito cambio de su opinión sobre la administración y la  estética. Encontré un dibujo pesado y pastoso, pastiches que no podía menos que reprobar y considerar como productos del ocio sin dignidad. 

Cuando vino a cenar a mi casa, hallé la oportunidad, pero del recelo pasó pronto a la indiferencia llana por el asunto. Cambió de conversación mostrándose  interesado por la burbuja financiera y de las posibilidades de los magníficos excedentes que le dejara la cosecha gruesa y la venta de toda la producción expuesta en el salón.

Cuando me expresó su deseo de acompañarme en la próxima visita al cementerio para dejar algunas flores en la tumba de Rita, mi mujer, me sentí obligado a referirle algo agradable. Eché mano al detalle repetido en la nueva serie presentada, de los tonos rosados de las mejillas en las mujeres, un gran hallazgo dije tratando de sonar convincente. ¡Que va! Fue su sola respuesta.

De camino hacia la puerta de calle también le demostré mi asombro por su capacidad para alternar las tareas de la administración de la estancia y la intensa producción pictórica. Y todo en un mismo lugar. Nada de eso, me dijo:La casa  no la cerré totalmente, de la puerta sobre la calle tengo acceso a un pasillo que me lleva directo al altillo, sin usar las otras dependencias .Puedo así prescindir de los  caseros y demás personal que solo trae trastornos cuando uno carece de tiempo para dirigirlos.

 

 

La casa de Alejandro en la calle Humboldt  quedaba a tres cuadras de mi paso diario obligado por la Avenida, fue así que un día del mes de marzo del año 29 luego de la presentación de la opera bufa de Bernini y con unos tragos de más encima, cerca de la una de la mañana, me desvié y pasé por el frente de la casa de Alejandro.

Se me ocurrió tocar la puerta cuando vi  luz en el altillo.

Con la segunda llamada una sombra se movió en el interior y no hubo respuesta.

El vidrio de un ventanuco lateral estaba empañado por la respiración de alguien que me estuvo observando todo el tiempo.

Sin ganas de molestar partí al momento y esperé la tarde siguiente, para que con el vago   motivo  de una inquietud sobre los excesivos detalles de una escena de caza en que los perros puestos en segundo plano y con los cazadores más atrás aún ocupados en sus menesteres,(súbitamente y a la derecha)invaden los canes el plano como si fueran ellos el objetivo de un arma utilizada por el pintor, pasara seguidamente a comentarle de mi visita de la noche.

Comprobé que Alejandro no tenía noticias de lo sucedido pero me respondió con excusas que se contradecían todo el tiempo. Concluyó que  no estaba él en ese momento y había contratado un sereno por algunos días al reiterarse algunos robos en la vecindad.

 

Enfrió en más su relación conmigo y cambió de representante.

Al año siguiente por un accidente en que su caballo fue a mancarse en una vizcachera perdió la vida.

En su testamento me transfirió la casona de la calle Humboldt y cuando pude subir al altillo encontré una buena cantidad de telas descartadas.

En todas ellos un mono hierático vestido con un jubón acolchado en el pecho y contra una pared, la misma que toco en este momento, pinta varios de los cuadros que expuso Alejandro en el salón del 28. Entre los ocres esfumados y las manchas de humedad hay colgada una paleta de pintor sin uso, un mosquete y su cargador, sobre un pequeño mueble un jarrón con pinceles y una firma irreconocible.

 Al mortuorio jubón borravino del mono y bajando a sus extremidades los detalles se tornan ominosos:- Unos pies como de un pato gigante aseverando eso de que el hábito hace al órgano y más abajo la razón contundente de una gruesa cadena amarrándolo de la cintura y comida y excrementos por todos lados en el piso.  

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