domingo, 24 de agosto de 2008

La Casa De Las Golondrinas

 El viejo me lo propuso como solución.
Hasta entonces fueron idas y vueltas:
Que no entendía por qué me molestaba que las golondrinas la tomaran por asalto todos los veranos; hacia el otoño ya no quedaba ninguna, solo tres meses…
-me decía el viejo con una mueca festiva –…
Reconozco que para una familia que no madruga llega a ser molesto que a las cinco de la mañana la despierten… arremetía el hombre.
Como miles de teléfonos recibiendo mensajes de texto al mismo tiempo –interrumpía mi hijo Luis enojado con el hombre que se negaba a permitir la entrada de un jardinero aún cargando a nuestra cuenta los honorarios-

-No era solo el ruido infernal; además estaba la invasión  de algunas buscando los entresijos de mi tejado agregando un batifondo extra al que se dejaba oír desde la enredadera del vecino.
Y aunque al principio los vuelos rasantes sobre el agua de la pileta nos resultaban simpáticos y todo un espectáculo como se abastecían sin siquiera mojarse las plumas; con el tiempo la maniobra, por la superpoblación de las aves de color gris y azul metalizado, se me hacían escuadrillas de combate que ni con la noche palpable parecían amenguar su celo de cazadores.
La centenaria enredadera del viejo era el refugio ideal habiendo tapizado cada muro y marco de ventana, listones y tirantes.
En los veranos secos, la hiedra de grueso tronco plantado en la esquina sudoeste de la casa y a dos metros de nuestra medianera, adquiría a la caída del sol la misma tonalidad que las bandadas de golondrinas que se perdían entre el ramaje. Entonces, la casa del viejo parecía contraerse y dilatarse como un fuelle a la penumbra engañosa de las nueve de la noche.
Cuando llovía, la migración hacia la casa adquiría otra fisonomía: Con las hojas limpias de polvo y mojadas, el verde era intenso y volaban como adentrándose en un bosque tupido.
Cada verano el tráfico era más intenso y la presión sobre mi propiedad, mayor.
También la proliferación de ratas que empezaba a afectar a otros vecinos mas alejados le fue cargada a la majestuosa enredadera del viejo.
La primera vez que discutimos tuve que soportar su discurso socarrón. Me ofreció hacernos socios para la venta de nidos de estos pájaros que en oriente eran un plato delicadísimo y caro. Yo le repliqué, convertido en un experto en vida y milagros de estos pajaritos, que lo que mencionaba era cierto, pero se refería a una especie que habita en los acantilados del Pacífico y no en mi entretecho como bonita alternativa a su hiedra invasora.
Fue una noche  de hace unos años que roto el diálogo, me descolgué de la medianera con un balde de agua hirviendo y sal aprovechando una escapada del vecino a visitar unos parientes.

 Ni mella. Según mi mujer en lugar de sal le eché hormonas de crecimiento por lo rozagante que se veía días después. Me negué a rociarla con algún herbicida a pesar de los ruegos de mis hijos.
Pero un día  el viejo cedió, como si a esa altura de su vida le pesaran las visitas cada vez más numerosas de los viajeros y atendió  mi pedido a condición que fuera yo mismo quien la podara pues no permitiría la visita de otro extraño a la casa.
Mi hija Lilia, siempre tan tremendista, temía que  acariciara alguna venganza:
¡Papá ni se te ocurra, ese viejo loco una vez adentro te va a meter un tiro y después se va a suicidar, seguro está escribiendo una carta explicando que la decisión la tomó abrumado por la persecución y por no verle salida a la situación.

 

Acordé la poda para el mes de abril, época en que no queda una golondrina en esta parte del mundo.
El viejo se sentó en una silla como espectador privilegiado abarcando el conjunto.
Mis hijos y mi mujer acodados en la medianera.
Empecé tímido, como temeroso de desarmar ese caos profundo que envolvía totalmente la casa.
Fue el viejo el que me animó y hasta me ordenó que serruchara una rama principal que yo no hubiera tocado.
Como sucede con un peluquero improvisado el machetazo salvaje invita a otros para emparejar y así, cuatro horas después, nidos abandonados, plumas, cáscaras de huevos y revoque se precipitaban al suelo casi por su propio peso.
Al día siguiente la casa se veía desconocida, de un rosa ahumado las paredes ocultas tantos años.

 Silenciosa; el viejo casi no salía.
Todo el invierno el viento y la lluvia arreciaron como no se tenía memoria.
La primavera se demoró casi hasta noviembre y para entonces no nos preocupaba tanto el viejo que hacía mucho no veíamos, como el comportamiento de las golondrinas privadas de su hogar veraniego.


Y por fin aparecieron en el horizonte.

 Primero fue el vuelo circular de millones enfrentadas en distintas direcciones, amagos de alejarse, extraños dibujos en el espacio, siguió una alfombra plomiza suspendida en el cielo y luego plegándose sobre la casa del viejo.


 La casa, en un estertor de cimientos que se desprenden salvajemente de la tierra, fue elevándose y desapareciendo por arriba y detrás de los eucaliptos, esquivando el edificio torre del otro lado de la avenida.  

1 comentario:

Anónimo dijo...

Excelente, un cuento espectacular y con un final de película! No me gustó ver Los Pájaros y me metí de lleno en tu cuento, vaya venganza! Digno del viejo Hitchcock.
Felicitaciones
Lulú