La empresa me mandó aquel fin de semana a analizar las posibilidades económicas de un sitio turístico descartado de todas las guías importantes.
Las tres marías brillaban con destellos dorados esa noche y ceñían el contorno de Orión. El más allá de Orión era borroso.
Llevé a Silvia conmigo, la única que podía sin pena apartarse de los encuentros sociales en Andrómeda Island, desde hacía dos años circuito obligado de acaudalados comerciantes y famosos de todo el sistema.
Conocía bien el lugar al que me dirigía. Treinta y cinco años atrás me entretenía con el espectáculo de los rayos C que atravesaban mi manzana dorada.
En la oscuridad, miles de niños como yo éramos solo un chupete chorreante de miel que atravesaba la faringe. Con el tubo digestivo centelleante, mi madre me alzaba y besaba. "Chiquito de mi corazón" me decía, y yo adivinaba la mano callosa de su acompañante recorriéndole la espalda.
Mas tarde ella se acomodaba los breteles y él le pasaba las manos por las nalgas terminando en un chirlo cariñoso. Mi manzana dorada ya era una pomada chirle y negra entre mis dedos y alrededor de la boca. Ella, con vergüenza me higienizaba con una servilleta. Sentía su transpiración en mi nariz y la respiración agitada del hombre que se alejaba.
Viajando desde Orión en silencio, con sus ojos almendra cerrados simulaba dormir como esperando mi reproche; una estación antes del final, aparecía papá en nuestro reservado y yo corría a su encuentro abrazándolo muy fuerte.
Mi padre la besaba y ella reía; no sabía de qué hablaban porque extendían un reboso para sus siluetas entrelazadas. Entonces el servicio a bordo se ponía obsesivo en mi atención y desplegaba juegos, alimentos, compañías amigables. Si no tenía sueño me embarcaba en una aventura de cierta dificultad, y luego mientras los adivinaba a ellos me dormía.
Cinco horas después en las mismas Puertas de Tannhauser, el nos despedía y se alejaba a su trabajo más allá de las puertas, donde nunca lo acompañamos. Su mano saludando y su sonrisa es lo único que recuerdo de esa lejanía.
Volvíamos entonces apurando el regreso con canciones, y siempre la tierra opaca me sorprendía reflejado en el cristal sobre el hombro de mi madre.
Viajamos con Silvia y fue lo que recordé.
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