miércoles, 22 de julio de 2009

La Cocina

   Una vez casi me rajaron por un ataque de tos, me dijo Eulalia en la cocina del piso mientras esperaba el bullir de la pava con un cigarro colgado del labio. Eran las 5 de la mañana y ya había estado allí a las 4, a las 3 y a las 12 de la noche, parada en el mismo lugar, esperando que la pava hirviera.
No me la olvido más a Eulalia también deambulando por los pasillos con el cigarro colgado, chancletas de color incierto, camisón celeste con puntillas en el cuello y un hermoso mantón negro de seda con motivos florales en bermellón, amarillo y rosa; pero esa noche Eulalia me resultaba de episodio de delirio. Estaba acostumbrado a su cabellera renegrida hasta la cintura, su permanente crispación en una cara en que el lápiz labial furioso me había acelerado el corazón de susto en cada encuentro entre los recovecos de la pensión. Eulalia, pendiente de la pava en eterna espera, se ahorraba los gritos nocturnos desde que el sereno la amenazó el verano anterior con echarla de patitas a la calle.
Yo no dejaba de toser y por primera vez algo de Eulalia me sostenía en ese lugar en lugar de arrancar para la pieza como siempre que evité su compañía.
Es que yo volaba de fiebre y el agujero de mi habitación era la buhardilla de Kafka. La hornalla inmensa de la cocina en que se derretía el aluminio de la pava de Eulalia era en la ocasión mi lugar acogedor en el mundo y casi como para festejar en ese recinto de dos por dos prendí todos los quemadores de aquella cocina que seguro vino a parar de alguna vieja fonda u hospital.
Eulalia como siempre no me pediría razones de mi comportamiento tan desatinado y me seguiría mirando a intervalos con la suficiencia de su boca roja. Hasta me animé a un chiste en el jolgorio de los 39º que provoca la fiebre. Le comenté entonces que me la imaginaba a ella en la caja del mago haciéndola desaparecer, tosiendo dentro de la caja y desbaratando el truco por un ataque de tos justo desde atrás del telón.
El chiste no era bueno pero los ojos rojos se me habrían iluminado tanto y mi mueca de alterado sería tan simétrica a la suya que Eulalia no paró de reír. Raro era verla reírse con su oficio de partenaire de mago en un circo, al que se refería siempre con fastidio. Hizo silencio cuando volví la atención hacia mi persona.
Le dije en confianza que la habitación siete que yo ocupaba era húmeda, que solo conseguía entibiarla con calentador eléctrico y si ella sabía que el encargado andaba revisando por las piezas el motivo del aumento de la cuenta de luz.
Me miró entonces de costado, negó saberlo y se llevó la pava sin saludarme.
Me dejó solo en la cocina y apagué la luz hasta que la mañana se filtrara por la ventana. Esperaría ahí, erguido en esa calidez la llegada del inventor de instrumentos musicales que dormía pegado a la escalera. Con su toalla rodeando el cuello, de vuelta de sus abluciones en la pileta del baño; el del bigote finito y la mesa de luz abarrotada de pruebas de imprenta de sus métodos para órgano y guitarra.
A las ocho en punto yo partiría hacia la pieza helada; bien arropado en esa estepa, evitaría ser sorprendido calentándome con el aparato eléctrico y para las 9 escucharía subir por la escalera caracol de madera el paso del médico joven o viejo que me mandaba la empresa para justificar mi ausencia.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sé que sabes mi predilección por estas historias. También sabes que no sé ni puedo escribir aventuras que sucedan en lugares antípodas, o en mares remotos o en volcanes candentes. Tampoco es esa mi literatura favorita. A mí lo que me gusta, lo que realmente me atrae y me mantiene vibrante son las historias, los mundos, las miradas, las voces y las sombras que caben en dos metros por dos.
Lo que se desenvuelve en esta cocina, lo que sugiere la pensión, lo que se insinúa de Eulalia, de tu protagonista aterido, del sereno, del inventor de instrumentos musicales, todo eso es infinito...


Te felicito por este cuento en particular. Es magnífico,

Un beso,

Celia,