miércoles, 23 de abril de 2008

De Vuelta Del Fin Del Mundo

Remando durante días llegamos al fin del mundo y pensaba quedarme en el fin del mundo si no hubiera sido por Jorge.

Jorge es mi hermano mayor y tiene síndrome de down.

Nuestro padre, Rodolfo, apenas nació Jorge se entusiasmó con la posibilidad de que en pocos años tendría un tripulante para su embarcación a vela.

Hasta antes de cumplir los dos años papá le enseñó   a decir, patrón y tripulante antes que pa y ma.

Mamá, según me contó una madrugada en que volvíamos de una fiesta hace unos años, (seis o siete meses después de la muerte de papá) que intuyó algo y vivía con pesadillas durante el año en que le dio de mamar. Me dijo que vivía con el miedo pintado en el  rostro cuando en el muelle del club   ponía reparos para no permitir que Jorgito tomara frío o sufriera algún mareo. Mi padre, molesto aceptaba las excusas que  impedían que Jorgito se fuera familiarizando desde tan chiquito con la actividad. Recordó también que la  frase que le repetía como una letanía era "¿Qué te pasa? Y ella respondía "nada, nada" que lo hacían ofuscarse y desaparecer del club solo en el velerito hasta el atardecer.

Y tres años después de mi hermano llegué yo. En medio de la desdicha por la curiosidad  de los otros, chicos y grandes ante los ademanes desgarbados, la mirada bamboleante, la risa-mueca y el gruñido lastimero de mi hermano y el terror que conmigo la historia volviera a repetirse.

Pero conmigo fue distinto y con el tiempo, sin las aprensiones de mamá  y con el oficio de diseñador industrial de papá que le dejaban mucho tiempo libre aún entre semanas, el club náutico se convirtió en nuestro refugio.

Jorge, a quien al  principio no le permitían alejarse de la cabaña, (mientras que yo con Rodolfo, mi padre, practicaba las técnicas de aparejar y arbolar el palo.)Cuando pudo zafar de la tutela

visitaba a todos nuestros vecinos y pasaba largas horas jugando con los otros chiquitos .

 Su simpatía le agregaba amigos siempre, y cuando aquellos crecían, jamás dejaban de verlo o llamarlo.

 Por cuestiones de educación diferenciada concurrió a un buen colegio que lo entrenó con recursos para sobrevivir en la selva del mundo que nosotros los "normales" desconocíamos. Para nosotros con la "conciencia de si" y el sentido común parecía ser más que suficiente.

Pero el "natural" devenir de las cosas era su límite. Una noche sentí llorar en su habitación, al entrar lo hallé desconsolado, temí que le hubiera ocurrido algo grave.

El motivo de desconsuelo era que durante la tarde una compañera de curso le había colocado una cintita roja en la muñeca y al ducharse en el colegio se la sacó y la perdió.

A la noche en casa no quiso comer y se fue a dormir. Mamá que lo conoce más que yo me pidió que esa noche pare la oreja. Y Así fue que me quedé toda la noche en vela con el. Se quedó mirando el reloj sentado en la cama envuelto en una bata. Cuando se hicieron las ocho lo acompañe a la mercería de la esquina a comprar un metro de cinta roja del tono exacto de aquella.  Cuando volvíamos a casa parecía más confundido y temeroso. Ahora debía fingir ante su compañera, mostrar , hacer patente que la cinta estaba en su brazo, anudada igual, aunque poco caso me hizo cuando por insistir tanto le respondí con bronca que ella jamás le hubiera hecho ese nudo doble de marinero que el me mostraba. Cuando pasé por la universidad, las nuevas amistades, las costumbres diferentes, los parciales, los finales y el sueño acumulado me mandaban a la hamaca paraguaya y solo podía decir que los veía a los tres pasar a mi lado. Jorge (y cosa que me daba risa), lo hacía en puntas de pié, aparatosamente para no despertarme,

Cerciorándose a veces de cuan profundo era mi sueño apoyando su nariz casi en mi boca y yo escuchaba su ronca respiración, tensa, expectante. Si sentía que despertaba, me preguntaba, tres, cinco, diez veces si pensaba en comer.

Mi padre ya no me esperaba para embarcarnos y hasta Jorge, cansado de dar vueltas a mi hamaca salía como su tripulante y se había convertido en ayudante de los buenos.

Cuando murió papá, fue un golpe para todos.

Recordé haber ido con Jorge, mamá y mi novia de entonces a la fiesta de despedida de la fábrica automotriz en ocasión de su jubilación.

Cuando le entregaron la plaqueta Jorge lo abrazó emocionado y se metió a todos en el bolsillo cuando echando mano a su entrenada y prodigiosa memoria, nombró a todos los compañeros de Rodolfo por el nombre y graciosamente como era su costumbre ensayó un discurso de los de su especialidad, tomando el pelo  a su papá resaltando sus tic y malos hábitos cotidianos en una caricatura festiva.

Mientras mamá temblaba de pavor, Rodolfo se veía seguro, distendido, orgulloso de su hijo.

Jorge no quiso ver más el velero. Mamá se encerró en su casa de la ciudad y yo que frecuentaba a los amigos del club me comprometí a traer a Jorge siempre que pudiera y en otras ocasiones a que lo pasen a buscar ellos mismos. Así Jorge volvió al club y de a poco mamá también. Unos chicos vecinos viendo el gusto de Jorge por remar le regalaron un bote.

Y muchas veces por las tardes remamos juntos y solíamos regresar al club cuando en la orilla del río se veían las lucecitas y el sonido como  una brisa larga de la música de las casitas entre el monte.

Seguía yendo al colegio y se puso de novio. Entre mi madre y la de la novia, bastante menor que el y que se llama Sofía, se pusieron de acuerdo para evitar el embarazo.

Yo lo veía tan bien que me despreocupé bastante y empecé a frecuentarlo más esporádicamente. Utilizo adrede el término que suena a prospecto de medicina.

Me puse a trabajar en una empresa naviera en la parte de mantenimiento y la obligación me llevaba a viajar permanentemente a Bahía Blanca, Rosario, Valparaíso, Puerto Montt o donde fuera. Para colmo me había puesto de  novio en Córdoba y estaba por casarme. Una noche tomé demás y a las tres de la mañana partí de Córdoba con mi novia para Buenos Aires. En la ruta 9 chocamos  la parte trasera de un camión detenido.

Mi novia murió y yo tuve una convalecencia de un año de la que no quedé bien.

A Jorge las enfermeras tenían que echarlo de mi habitación, siempre a mi lado y reemplazando a mi madre.

Por entonces formaba parte de una cooperativa que fabricaba todo tipo de adornos en papel maché y según mamá por mi accidente abandonó la actividad aunque los demás lo reemplazaban en el esfuerzo hasta que volviera.

Cuando salí de alta mi vida estaba rota en mil pedazos y Jorge insistió como sabe hacerlo él para que fuéramos a remar al club. El lo haría por mí. Yo acepté a regañadientes  y cuando me ayudó a sentarme en el bote, me preguntó con un entusiasmo que buscaba fuera contagioso: "¿A donde vamos?"  Y se puso a jugar pícaro con un remo. "Al fin del mundo" contesté.

Dicho y hecho. Jorge remó y remó y la orilla desapareció y llegamos al fin del mundo.

Una tierra como cualquier otra. Se sentó en una roca y me pareció que desfallecía, la respiración se le entrecortaba. Cuando cayó de espaldas en el suelo me desesperé. Terminé haciéndole respiración boca a boca. Cuando volvió en sí me preguntó: "¿Y ahora que hago?". Le dije "nada, ahora nos volvemos." "¿Adonde?" Me dijo. "Al principio del mundo, y yo te llevo". Le respondí. Y me dio un abrazo que casi me vuelve a fisurar las costillas.

No hay comentarios: