miércoles, 23 de julio de 2008

La Calle De La Eternidad

"Hay una calle que fácilmente se nombraría como de la eternidad. Por esa calle suelen corretear  millones de perros andariegos.

 Una parejita de loros se posa en este instante en un viejo nogal que lo plantó dentro de varios años un hijo de Jorgito que se entretiene jugando en el hall que todavía no se decide a construir  María, la hija de Jorgito que prefiere morirse hoy, sabiendo que ella y su marido Ignacio morirán por una estufa de deficiente combustión en una casa alquilada en unas vacaciones en la playa mientras todavía son novios. María sufre…"

 

Esta y otras reflexiones acompañan el paso decidido de Damián, el "acompañante terapéutico" en uno de sus paseos semanales al café y al cine con Héctor, el ex paciente de Inés , la ex psiquiatra de este chico de 34 años aquejado por entonces de "Eclipse",o sea , (según Damián) escisión entre el discurso conciente e inconciente.

Llegan al Bar y, como siempre Héctor, se dirige directamente hacia la escalera que lleva al baño.

 Damián aprovecha para ojear el diario.

 

Esta acción que parece rutinaria, hace doce años ,cuando el "acompañante terapéutico" empezaba a cimentar su prestigio, tenía sus bemoles.

Una tarde de 1995, los dos hombres del relato entraron a este antiguo café "La estrella de Compostela" y cuando Héctor apuró el paso hasta ganar la escalera que lleva al baño se encontró con que Damián estaba ahí, dispuesto a no perderle pisada, temeroso y alertado debidamente sobre la necesidad de evitar que el chico cometiera algún acto desgraciado.

Aquella vez y siendo este su primer paciente la cosa no pudo ser mas desagradable.

Héctor se investigó minuciosamente en el espejo los cornetes de la nariz y se colocó en sucesivos planos como intentando sorprenderse.

Damián, mientras lo observó largos quince minutos, llegó a la conclusión que ese trabajo no era para él, renunciaría esa misma tarde.

Y lo que vino después fue yapa. Lo sometió a un interrogatorio exhaustivo sin dirigirle la mirada, ocupado en depilarse las cejas.

 

Cuando subieron, los dos gallegos del mostrador y el mozo no les quitaron la mirada de encima. Displicente, Héctor venía peinándose la raya y nomás ocupar el sitio junto a la vidriera llamó altisonante al mozo ¡che negro!...

El mozo ni se movió, buscó una tapita en el suelo (todavía las botellas venían con tapitas de metal) y le dio justo en la mollera haciendo un efecto como de bandeja del básquet.

El muchacho,  gozaba de la simpatía de todos.

"El negro", tenía motivos para darle un crédito  a las maneras desconsideradas de Héctor: Hacia 1992 su único hijo enfermó de leucemia y el chiquito tenía feo pronóstico.  El mozo se guardaba toda la tensión de la dura experiencia familiar no comentándolo ni con los gallegos. El mayor de ellos, Manolo, se enteró del drama descolgando el teléfono de la oficinita contigua  mientras en el salón aquél, al habla con su mujer, recibía el parte médico.

Isidoro, el menor de los gallegos, mientras disimulaba con el trapo rejilla fregando la pileta le consultó: "¿Algún través, Carlos?

Carlos, el mozo, dudó un momento, pero no contestó.

Isidoro, fue corriendo a la oficinita y Manolo ahí mismo decidió que había que darle algunos días de licencia.

Mientras tanto, Héctor se había acercado al mostrador y le tiraba de la manga del saco blanco. Carlos comenzó a girar decidido a darle una cachetada. Cara a cara los dos, no atinó a nada. Vio en la mirada del loquito el mismo brillo de compasión de la maestra de primer grado aquella vez que no hizo los deberes porque tenía que ayudar a su padre a trabajar en el galpón con el cereal en su pueblo del campo tucumano.

 

Repetí conmigo, le dijo: "En tu amable corazón, es donde yo derramo el colmo de todas mis penas…de todas mis angustias…de todas mis tribulaciones de que me siento oprimido. Y sin embargo en medio de mis tribulaciones siento de ser feliz…de estar contento…porque sufro, lloro y suspiro en tu compañía…"

 

Carlos no abrió la boca pero seguro que lo repitió para sus adentros.

 

 Manolo lo llamó a la oficina y tiempo después el mozo comentaría asombrado que ni bien el loquito terminaba de rezar aquello, vio patente una figura que tomaba a su hijo en brazos y le quitaba los males. Según su suegra, por la descripción y la cofia inconfundible era San Vicente de Paula el que intercedió para la sanación.

 

Damián retoma la reflexión mientras Héctor permanece en el baño haciendo sus abluciones: "Dios ha hecho ahora lo que está por venir aún dentro de millares y millares de años y  hará hoy lo que ha pasado hace milenios".

Cuando sube del baño, Héctor se acerca al estaño de la pileta. Isidoro sin dejar el trapo rejilla le pregunta: "¿Y? ¿Como anda el amigo.?

Tranquilo, está bien llevado.

El lector debe saber que en el año 92 y después del milagro del hijo del mozo, la fama de Héctor como maestro sanador fue la buena nueva que recorrió el país y países limítrofes. Dejó de ser el mediocre objeto de la psiquiatría convencional para brillar con luz propia en demostraciones colectivas en canchas de fútbol y programas de la tele.

Su débil constitución no lo pudo resistir y la compañía terapéutica apareció como complemento necesario para el tiempo en que los espíritus auxiliares asustados por el tumulto mediático lo abandonaron al punto de no conseguir un solo milagro más, franqueando con pena y sin gloria la puerta que dá al olvido.

Fueron años provechosos en que la relación de ambos ganó en el afecto e hizo nacer con el intercambio la vocación de Héctor por el estudio de la psicología social .

Damián en cambio según el diagnóstico profesional, en un viaje a Córdoba entró en un delirio místico.

Pero ahí está el amigo ex paciente, Héctor, convertido en flamante profesional decidido a darle una mano. Damián pide un vaso de vino y se siente triste al comprobar que solo ha conseguido convertirse en un semejante.

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